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De pequeño dios a ventrilopoeta. Manifiesto poético

IMAGEN: Internet.

Colaboración Especial

Por Christopher Amador

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El lector es el gran ventrílocuo. Sin usar consonantes labiales nos tiene en su boca como el poeta usa a otros poetas cual marionetas que manipula (Francisco Hernández como el pináculo y más claro ejemplo). Lo que antes salía del corazón es empujado por el vientre y el lector es bacinica. Seguimos siendo los hombres huecos de T. S. Eliot, los hombres rellenos del polvo que se desprende de la madera al serrarla (aquél tiene madera mucha de escritor, éste muy poca). La poesía hoy es el juguete pero no la diversión, la risa ya no es lo mismo tras Nicanor Parra. Ventrilopoemas, ventrilopoesía… ¿Quién después de Nica bebe y habla sin ahogarse? Acaso sea hora de volver a casa, de-cantar para recordar y no cantar para ordenar el caos. Hemos prestado la voz a un espantapájaros. Poetas: el único método para la verdad es la interpretación de nuestro cinismo. El poema es un cielo sin orillas, agua que no sacia o calma la sed de los que la contemplan. La literatura congela nuestras manos para no pasar tan rápido las páginas del día, nos deja en la cara esa mirada postcoital adolescente en el azoro de estar vivos. Hay que aceptarlo, no estamos listos para, como el marinero fenicio que advierte Borges, devolver el remo —somos una eterna intertextualidad, continuar al otro, pasar la estafeta, hacer a muchas manos un estilo propio—. Mientras braceamos se construye la canoa; nuestro vivir es un buscar peces más gordos donde nadie está remando. Pisar de grillos en la noche la poesía es un laberinto de espejos encontrados donde las enunciaciones de la técnica se ven rebasadas a la hora de medir el mundo en las regiones de la mente desde la frágil materia del verbo. Cada verso en un poema es una punta de una misma figura geométrica donde la fábula y la metáfora de lo eterno se contiene, se multiplica. Estamos mil veces solos a la n potencia, cada punto y seguido nos abre una puerta a lo desconocido. No podemos parar, nos persigue un lobo, nuestro aliento es su aullido. Poesía es la relectura del presente, el nosotros como novedad ante la lectura; la escritura es una forma de leer, es la relectura de nuestros antepasados (escribir es releer clásicos). Como en los sueños, inventamos el poema que leemos. Sin embargo, yo no escribo para gustar, escribo para defenderme de la realidad. Escribir es defender un tiempo propio. Que la ciencia política se siga ocupando de los límites de la opinión, nosotros de no tropezar o pisar al vecino en la danza de la post-belleza y la posverdad. Lectoras, lectores: unos hablan con los pájaros, otros como ellos o a pesar de ellos (hay quienes incluso intentan, con sus palabras, volar más alto). Yo cuando escribo los apedreo, aliento la prisa de sus colores falsos. Hoy más que nunca es de valientes navegar con remo tan pobre como una guitarra o un adjetivo. Los gallos no deciden si amanece. Que quede claro: el poema es una muchacha que se mira en el espejo mientras cuenta l   e   n   t   a   m   e   n   t   e cada pétalo de su propia rosa. El poema de nuestro tiempo es la bitácora de un burócrata o de un becado que no permite lugar para el cuerpo tendido en pleno de la urgente Musa, un rascar de huevos que no puede ni llegar a ser puñeta. El bosque empieza en el primer arbusto que uno incendia. La poesía es el hilo de Ariadna que vibra y corre de la música de las esferas a la teoría de las súper cuerdas. De ese hilo pendemos todos los que la buscamos, los que intentamos oírla como dos niños que, con un hilo tenso y vasos de corcho, hacen un teléfono. Que alguien nos diga dónde el poema cuando la cultura de la terminología y el avance de los modelos para explicarnos la realidad es la nueva metafísica del logos. Dios no ha muerto, está soñando(nos).

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dejé mi rostro atrás). (Contando nubes

 

La poesía nos dejó hablando solos.

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100 años de El cementerio marino, de Paul Valéry

FOTOS: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El cementerio marino (Le Cimetière marin, 1920) de Paul Valéry (Sète, Francia, 1871-1945) es uno de los poemas más enigmáticos de la literatura universal y guarda junto a otros grandes poemas como Muerte sin fin, de José Gorostiza; Piedra de sol, de Octavio Paz, y Canto a un dios mineral, de Jorge Cuesta —dentro la poesía mexicana— la destreza de los poemas de largo aliento. Quienes nos acercamos al Cementerio… por primera vez, nos hemos quedado mudos por la manera críptica en que plantea los tropos de la realidad del pensamiento. Muchos lo leímos en la juventud y nos impactó el hecho de que fuera un abanico de posibilidades poéticas, que quisimos imitarlo sin llegar a entender en toda su pasión lo que nos transmitía el poeta. Todavía guardo el ejemplar de Material de Lectura que publicara la UNAM.

Paul Valéry es un practicante de la poesía pura y en El cementerio marino alcanza su máximo esplendor. Se trata de un poema lírico que publicó primero en una revista en 1920, y luego incluido en su libro Charmes en 1922. Lo escribió mientras creaba El parque joven (La Jeune Parque, 1917). Ambos textos están entrelazados por sus temáticas de la conciencia, el cuerpo y la presencia irremediable del mar, es decir, sus más grandes obsesiones y que definirían el camino de la poesía pura.

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El cementerio marino es de una profunda introspección de corte metafísico, separado y organizado en sextetos, con aires un tanto dramáticos, en el sentido que lo hace el teatro, para con ello resaltar en cuatro actos una sola acción, que es el pensamiento en acción. De ahí que las primeras cuatro estrofas hablen del mar como un suceso donde las cosas están impasibles, en una nada retórica que linda con lo inconsciente, pero colocado en definitivo con el discurrir del tiempo, donde el pensamiento pretende ser puro, libre de toda expresión ideológica para atenerse tan sólo a la expresividad de sus palabras. De ese modo, el cuerpo se coloca y se confronta con las formas del poema, dividido en dos aspectos o dos personajes que desean el nacimiento de la meditación de la muerte, es decir, evitar la ilusión de una eternidad del espíritu o el alma, que a su vez hará compañía al deseo de morir o de que cese el conflicto entre conciencia y existencia, uno de los grandes universales de la humanidad con que nos debatimos todavía.

No obstante, se descarta esa paradoja, y el sujeto poético escoge la vida, el movimiento, la creatividad poética para que a su vez conduzca a la acción, un largo proceso reflexivo sobre el tiempo y la dictadura que éste ejerce en la conciencia que el cuerpo llega a tener. A pesar de que es una exploración de la conciencia, un cuestionamiento de la realidad simbólica, el poeta no pretende resolver esa realidad, por ello utiliza el poema como figura y no como explicación de cómo se relacionan los apremios del pensamiento humano. Aunque hay una abstracción de la vida cotidiana, mantiene una sensualidad inequívoca, donde se pueden recoger sus frutos sensorios que producen contrastes y se adivina una carga alegre para rechazar la posibilidad de que el conflicto alcance la motivación de la vida o afecte el acto poético y puro.

El cementerio marino es, así pues, un poema de largo aliento que mantiene su misterio, su hermetismo y su fuerte carga filosófica, donde el poeta practica la pureza para liberarse de los atavismos humanos y entregarse por completo a la riqueza expresiva de las palabras. Celebremos sus primeros cien años y celebremos a Paul Valéry por la oportunidad de una poesía que encierra sus propios arcanos.

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Poesía para ingenuos (Secretos de fe) de Julio César Verdugo Lucero

FOTOS: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). El taller literario de la Preparatoria Morelos que surgió en la década de los 80, dirigido en distintas tiempos por Manuel Ballesteros, Julio Rojo y Héctor Domínguez Ruvalcaba, pertenece sin duda a la evolución de la literatura en Baja California Sur y se puede decir con justicia que formó parte de un movimiento intelectual y estudiantil, que produjo a importantes voces narrativas y poéticas que hoy en día siguen escribiendo. Uno de ellos es Julio César Verdugo Lucero (La Paz, B.C.S. 1962), quien ingresó al taller a principios de los ochenta y que guarda una profunda conexión con sus ex compañeros no sólo a nivel poético sino también de amistad. Fue de los precursores de la revista Pido la palabra, donde además publicó sus primeros poemas y que firmaba con el seudónimo de “Fabricio”, en honor a su hermano fallecido.

Recuerdo sus poemas breves, con palabras precisas que establecían el instante que deseaba reflejar, y que aún conserva en la mayoría de sus versos. En mi periodo de la Preparatoria Morelos ya no tuve la oportunidad de conocer y convivir con Julio, Fabricio, pero sí con su poesía, que enviaba al taller para que lo leyéramos y recordáramos. Es un poeta dedicado y entrañable que no ha dejado de crear.

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Recientemente apareció su libro Poesía para ingenuos (Secretos de fe) (Puerta Abierta Editores, 2019), donde podemos reconocer al poeta que siempre ha sido, a quien las palabras lo han prodigado de imágenes que varían en temas y ritmos. Así, este libro no sólo es poesía para ingenuos, sino poesía limpia, libre de atavismos intelectuales, que apuesta más por el acto poético que por la grandilocuencia verbal, y que justo por ello adquiere su propia estética, pues nos presenta la vida sin razonarla, con su belleza intrínseca y vivenciada, haciéndola un acto sagrado que ahonda en los misterios y en la magia que la vida genera. Sus poemas son puentes con el mundo que parten desde la soledad hacia el otro y lo otro.

Julio César tiene la virtud de hacer que el poema sea un descubrimiento, que nos revela la fragilidad de la vida y al mismo tiempo nos ofrece un canto como homenaje a las cosas que nos causan incertidumbre. Nos desnuda la cárcel interior, que es símbolo de la vida y también de la búsqueda de libertad interior y social —tener el coraje para lograrlo—, y que nos remite a poetas como Constantino Cavafis, especialmente en su poema Murallas. Otra vertiente que toma es la sensualidad que se activa con el mar, el agua como respuesta erótica y que se conecta con la nostalgia, el amor perdido y la mujer como figura central. Dentro de ese intervalo, las flores surgen de la realidad esgrimiendo le certeza para que todos puedan reconocerse en ellas y a sí mismas como parte del reino de las plantas y su castillo, el jardín del mundo. Tal vez por eso la rosa es otro de sus tópicos porque es la síntesis de las flores y de la naturaleza.

Y esa conexión del poeta Fabricio habría de ir más allá, con la mujer como eje motor de la poesía y las flores como su contacto con la realidad; ambas de algún modo se saben dentro, que son el origen de todas las cosas e hijas de la tierra. De este modo, la imagen, la metáfora sólo es un pretexto para entender o representar la cotidianeidad, a través de los recuerdos que se vinculan con la muerte y que significan renacimiento y no llanto continuo, que es precisamente la delicadeza, fuente de la vida, con sus signos, esplendores y la luna como guía, una muy quebradiza como la luz que se nos aparece en el dolor de esa muerte y de la pérdida de quienes amamos. Ahí es donde podemos palpar la soledad y su luna fría, pero incluso hacer contacto con el otro en su lucha diaria, a pesar del dolor de la pérdida amorosa o la de un hermano, que nos pone a la muerte en su justa dimensión de movimiento sin fin.

Ahí surge el dragón, esa figura que todo lo consume, devora y purifica, que hace que el ayer duela y que sólo nos deje la opción de la belleza y la palabra: su poesía, lo sensorio, el enfrentamiento con la realidad una y otra vez sin quitar los pies de la tierra. La bestia y la sangre caliente son poesía viva en la sensualidad urbana, con el tiempo y sus efectos, con el instante como necesidad perpetua. La poesía de Julio César Verdugo Lucero es una experiencia que nos deja movidos en nuestras fibras más íntimas.

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Escolios, de Christopher Amador, la poesía como un ajuste de cuentas con la realidad

FOTOS: Internet.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La poesía no es cosa menor o más bien es cosa que creemos mayor, una forma supremacista por sobre las otras taras literarias. Digo taras porque los poetas que la esgrimen la construyen desde la lente que su realidad les impone, una realidad unipersonal, emocional, pasional que tiende la mayor parte de las veces a convertirse en espejo y en grito redentor que deja mirar las fallas de la vida cotidiana, o los deterioros y embates que nos afectan y construyen nuestra personalidad poética.

La poesía de Christopher Amador (La Paz, B.C.S., 1984) es esa generación de jóvenes poetas que ha crecido y madurado conforme se enfrenta a la realidad, que en principio es liberadora, pero que cuanto avanza en el tiempo la liberación se va convirtiendo en revelación pero también en costumbre, y ahí es donde viene la incomodidad para romper con ella a través de las preguntas necesarias y escapar a otro plano menos claustrofóbico. A veces se cae y se levanta, pero en todos sus poemas observamos a un poeta que no está tranquilo con el instante ni con la eternidad, que no desea establecerse en la gloria ni en el infierno sino en el lenguaje llano de la realidad que transforma, no sólo la de los libros, sino la de las relaciones humanas: romper las cadenas de las taras.

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Amador tiene una sólida carrera literaria que se ha ido acrecentando con los años. Es el más destacado de su generación, sin duda. En toda su obra hace hincapié en la necesidad de cuestionarnos a través del lenguaje, en especial con el lenguaje de la poesía, más bien: de la poesía. Sus temas recurrentes son indicio de que su camino tiene momentos de lucidez —los más— y de oscuridad, que son precisamente cuando tiene contacto con lo cotidiano, de donde surgen sus más precisos versos y contundentes afirmaciones de que la poesía es su más caro anhelo para comprender la existencia humana. En esta ocasión nos presenta su nuevo libro Escolios (Instituto Sinaloense de Cultura, 2019), una propuesta dividida en ocho partes, pero unidas por la voz y la continua insistencia de revelarse a sí mismo el misterio poético, una larga carrera que no termina desde que publicó su primer libro.

Escolio, según su significado, es un comentario a las notas o breves anotaciones de carácter gramatical, con sentido crítico y explicativo, que pueden ser sobre un documento original o extractos de comentarios ya existentes, que suelen adherirse en los márgenes de textos de un autor antiguo, a manera de glosa. Así, un escolio permite la reflexión, la anotación, el apunte sobre paradigmas escritos y sobre los mismos comentarios. Y el libro de Amador son poemas que hacen glosas de la realidad, una realidad que es antigua y al mismo tiempo reciente, es decir, tratar de explicarse el presente como una enorme antigüedad a la que estamos sujetos por la prisión del lenguaje: un presente viejo en sí mismo y que no tiene posibilidades de moverse al futuro porque se trata de una glosa en efecto.

No obstante esta intención deliberada de establecer el poema como un apunte y no como un poema en sí mismo, sino como una reflexión del poema, o aún más: de la poesía, de glosar la acción poética desde que se dijo y escribió el primer poema hasta hoy, un largo recorrido de la realidad, que es una sola, como un solo instante. Por ello Escolios es un Ars Poética, o arte poética, una declaración de principios sobre su postura y posición frente a la vida. A lo largo de cada poema defiende su visión poética, que es una revelación y un camino para cavilar sobre el significado de las cosas y del poeta como ente vivo; nos plantea una poesía que nazca de la realidad, que sea carne y hueso y menos imaginaria o fantástica, menos perseguidora de premios literarios. Es como si de pronto su poesía hubiera nacido del Tao Tê King, de Lao Tsé, un despertar inusitado de su ser en el mundo.

Dentro de sus versos, sus poemas-comentarios, hay un cuestionamiento sobre lo que le dejaron a la actual generación de poetas, lo que el pasado derrumbó y lo que ahora hay que rehacer desde los escombros. Se compara con otros poetas, se mira en ellos, y confiesa que no alcanzará su grandeza porque su poesía es cosmética, una replicación de otros versos que nunca será poesía, donde las lecturas de poesía como modo de entender y alcanzar la lucidez poética, no son suficientes.

Por momentos nos pide inmiscuirnos en el poema, pero al mismo tiempo nos exige que no solicitemos explicaciones porque la poesía es inasible. Con ello la poética de Christopher Amador está más cercana a la tradición que propone destruirlo todo para comenzar de nuevo y abrevar de la realidad como fuente inagotable de recursos poéticos, pues la poesía lo crea y destruye todo, lo emancipa y lo encausa, con un constante discurso para entrar y salir de la realidad, pero nunca para evitarla, con el sólo arbitrio de la poesía. Estos escolios muestran un salto en la poesía de Amador, una cambio en su voz sin perder la raíz principal que es el cuestionamiento a la realidad de los poetas, cualquiera que sea su posición o clase social, cargo o poder político y económico, así como la experiencia en la vida cotidiana, el matrimonio, las relaciones de pareja, el erotismo y el sexo, los hijos y la paternidad. En fin: hay un tono autocrítico y honesto frente a su oficio como poeta.

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La habitación higiénica de Mercedes Luna Fuentes

FOTOS: Cortesía.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS).  La nueva poesía es la de siempre porque se trata de la misma sangre que la anima, el mismo origen sagrado. Hubo un tiempo en que el fuego en una fogata y una danza se conjugaban para darle sentido a la vida, para darse una respuesta, para darse a entender y para hacer hablar a los dioses con el fuego mismo. Ya no hacemos fogatas con ese propósito, pero mantenemos el fuego en el poema, a pesar de la modernidad, o debiera decir de la posmodernidad. Mercedes Luna Fuentes (Monclova, Coahuila, 1969) es de esas poetas que reviven el fuego en su poesía para que no se nos olvide su origen sagrado.

Con La habitación higiénica obtuvo el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen 2017 y con él, la posibilidad de que llegara a más lectores y nuevos entusiastas que se adentren en las llamas para conocer la cotidianidad y los impulsos poéticos que sacuden nuestra visión personal de las cosas mundanas. El título, habitación higiénica, sintetiza de algún modo nuestras costumbres actuales y que sólo una poeta es capaz de colocarla en su dimensión, en su experiencia de vida. El tropo del cuarto o la habitación define nuestros días actuales. Así, la vida cotidiana a través de una ventana, desde donde se percibe el mundo y sus transformaciones, las vidas que oscilan temporales, que van y vienen, entran y salen, nos dice que hay conciencia sobre lo que observamos; nos sabemos, ella se sabe dentro de un cuarto, y no extraña el mundo y sus avatares porque se siente segura dentro de la intimidad.

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La experiencia de crear vida o de producirla o de tenerla o de llevarla dentro sólo la pueden experimentar las mujeres, y si una poeta nos comunica la experiencia sin duda el efecto es bien distinto, porque con palabras acompañamos ese proceso. La estética de la vida tiene innumerables caminos. Los hospitales, por ejemplo, que son lugares también de intimidad, de refugio, de seguridad, donde la vida nacerá de nuevo, donde los participantes harán su trabajo para que todo funcione, son el símbolo de la continuación de la vida o del freno de la misma. También dentro del cuarto se manifiesta el grito apagado, que vive, se contrapone, y su voz se endurece o se vuelve fría, y la convivencia con el otro, con el hombre, es un salto y una brusquedad del instante que se altera porque todo ocurre y es nuevo.

Al interior del cuarto ella ha recorrido en realidad el mundo porque es su mundo, donde la ventana es su referente con la vida, acaso atrapada por la vida moderna, por decisión propia o miedo, o porque el peligro por las cosas de afuera se lo impide. Al caer el día, cuando concluyen las actividades del mundo exterior e interior, las cortinas se cierran y se queda frente al cuerpo suyo y del otro; quizá ha perdido sensibilidad, pero sabe que los pies en la tierra son el recuerdo de que, a pesar de todo, sigue colocada en lo real y que la felicidad antigua es sólo un álbum de fotografías. La mujer poeta con los pies en la tierra es un canto a la certeza, sin duda, nadie mejor que ella sabe de los efectos de la vida cotidiana.

En la habitación ocurren las cosas. Ella cree que quedarse adentro, estar allí, la salvará de lo de afuera. Tal vez ignora que lo de afuera es lo de adentro y viceversa, por más que palpe palmo a palmo la habitación y trate de identificar los detalles. La espera es larga, los meses son lentos, la vida saldrá de un momento a otro. Una mujer no huye, se enfrenta. Una poeta afronta su poesía. De ese modo la vida pequeña sucede, se desliza hambrienta de vivencias, donde poco a poco se hará consciente ante la más mínima expresión de vida, por ínfima que sea. La arquitectura del cuarto pareciera el sostén, el cimiento, el vaso que contiene el agua, su agua.

Y el cuerpo, como el cuarto, no es seguro, y sin embargo sabe que es un absoluto del amor porque ambas son escondite y, al mismo tiempo, energía necesaria para activarse y seguir viviendo. La mujer con su hija y la poeta con su poesía. O la mujer con su poema y la poeta con carne de su carne. Todos los cuartos del mundo son el mismo cuarto, todos los espacios se concentran en uno solo porque todos vamos de uno a otro buscándonos o perdiéndonos, calculando nuestras manías, nuestros amores, nuestros puentes con la vida, para aprender de ellos y mostrarlos a quien nos acompaña por el sendero que vamos dejando.

Con el tiempo, la vida cotidiana con los otros en el cuarto, con las hijas o los hijos, de quienes somos un referente, un respaldo para que sus caminos se abran sin contratiempos, nos va enseñando y, al mismo tiempo, vamos enseñando lo ya enseñado. Dicen que las mujeres son sabias desde la concepción. Dicen que las poetas son sabias cuando terminan el poema. Luego hay que enseñarles a las hijas sobre el mundo, ponerle los cisnes necesarios para que entiendan la delicadeza, el juego y no juego que es la vida, para darles la certidumbre de que pueden vivir con la seguridad de unas alas que las hará libres.

Las cicatrices en el vientre son la huella de la experiencia del parto y la aventura del embarazo, un resumen que la prepara para edificar nueva poesía en sus manos, a través de la leche materna, a través de todos los ríos del mundo que se sintetizan cuando se convierte en madre poeta o en poeta madre. La certeza de que el cuarto es el centro del mundo y de que no se puede operar ni controlar nada, salvo lo que es inmediato, y aun eso resulta penoso porque no hay poder sobre ello, ni sobre las personas que van y vienen de la habitación, ni del crecimiento inevitable de las hijas que tomarán su propio mar y tendrán sus propias montañas que escalar.

En resumen, La habitación higiénica es una lectura obligada para abrir los ojos frente al río que es la vida, para entender su movimiento y el instante que significa estar vivos en un mundo que cada vez se deshumaniza más. Mercedes Luna Fuentes es una poeta que alienta a la poesía para que haya nuevos poetas y regresemos a la fuente que nos hizo humanos.

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