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De jesuitas y zorrillos en la Antigua California

Foto ilustrativa de Internet

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Al llegar a la California, los jesuitas descubrieron una gran cantidad de flora y fauna, lo cual hizo que inmediatamente su espíritu inquisidor e ilustrado tratara de hallar referentes en animales y plantas que ya eran conocidas en otras partes del mundo. Fue por ello que casi siempre en sus observaciones hacían comparaciones por lo general acertadas, y otras no tanto, en donde trataban de ejemplificar que tal o cual animal o planta “era como” tal o cual otra ya conocida. A los ignacianos y sus portentosos escritos se debe que nuestra biodiversidad haya sido conocida muy bien en diversos lugares de Europa antes que, incluso, en la misma Nueva España.

El caso que hoy nos ocupa es la forma en que Miguel del Barco insigne jesuita español que misionó por más de 32 años en la California, 30 de ellos en la misión de San Francisco Xavier de Vigge Biaundó, describe al tristemente célebre zorrillo californiano. Este sacerdote lo describe como “un animalito bastante peludo, lleno de listas blancas y negras en el lomo y costados. Muchos, en lugar de las listas negras, las tienen pardas. Son muy hermosos a la vista, especialmente los primeros”.

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No tardó mucho tiempo en encontrar el mecanismo de defensa de este animalito: “cuando se asustan o tienen miedo, levantan derechamente en lo alto la cola, cuyos largos pelos, saliendo en su principio juntos, se esparcen en lo más alto vistosamente hacia todos lados, formando la figura de una garzota, pero más abierta y extendida en lo alto. Su principal arma para defenderse de sus enemigos, y aun para ofenderlos, es un fetor intensísimo, que despiden de sí, cuando se ven en los mayores aprietos”. Con su carácter curioso y su mente siempre dispuesta a realizar un análisis escolástico profundo de todos los sucesos que presenciaba, del Barco ejemplificaba los efectos que producía este “fetor” en diferentes circunstancias:

a) “Si un zorrillo se ve muy acosado de un perro, cuando éste va ya a echarle sus dientes, despide el zorrillo oportunamente su arma; y es tan fuerte que el perro como aturdido con ese fetor infernal, prontamente se retira, sacudiendo el hocico y respirando fuerte en ademán de quien dice: ¡esto no se puede aguantar!”

b) “Si el indio, al disparar la flecha le acierta tan bien que al primer golpe le deja muerto de repente, no hecha hedor; mas si se siente herido, sin quedar luego muerto, entonces suelta un fetor intolerable, como si quisiera vengarse de quien le hirió y deja la pieza inficionada para mucho tiempo. Para evitar este inconveniente se experimentó ser mejor sacarlos vivos, tomados por la cola, lo cual es fácil, porque como el zorrillo la levanta en alto cuando tiene miedo, como antes dije, y se mete detrás de cualquiera cosa para esconderse, se le coge de la cola y se levanta en alto, quedando con la cabeza abajo sin poder morder. Si prontamente le sacan fuera y llevan algo lejos, el que le lleva asido de la cola le da una fuerte sacudida contra una piedra, queda muerto sin fetor. Más si después de cogido, se hace mucho ruido y algazara, como suelen los muchachos cuando han cogido la presa, sucede que el desventurado, con el gran miedo, despide su arma, como delante de mí sucedió algunas veces”.

El padre Miguel pudo determinar los hábitos de vida del zorrillo. Nos dice que por lo general acostumbra comer huevos de gallina, y en caso de lograr atrapar a alguna de estas aves solamente las degüella y bebe su sangre, comiendo muy poco de su carne. Suele esconderse en los corrales de estos animales e irlos devorando poco a poco hasta que acaba con todos ellos. También, se alimenta de insectos como el ciempiés. Sus hábitos son nocturnos por lo que en el día es raro que se vea alguno merodeando. Observó que, las temporadas en que es más común observarlos es a finales del otoño y principios del invierno. Son animalitos asustadizos que prefieren esconderse y rehuir la pelea, solamente cuando se ven acorralados y en peligro inminente es cuando hacen uso de su “arma pestilente”.

El sacerdote del Barco comenta que apreció la duración del hedor que producía esta arma del zorrillo en varias ocasiones las cuales ejemplifica: “una de ellas, cerca de la puerta, al sacarle de mi aposento colgado de la cola; lo cual fue bastante para que la madera de la puerta recibiese la impresión tan fuertemente que, por muchos días y aun semanas, se percibía al entrar y salir el hedor del zorrillo, no obstante, que la puerta caía al aire libre”.

Otra oportunidad fue esta: “en una ocasión despidió su arma junto a cierta vasija de metal de China y por el lado en que recibió la impresión la conservó tan tenazmente que, después de muchos días, la mano que tocaba aquella vasija quedaba infeccionada del mismo fetor. Traté de fregar y frotar despacio para que le perdiera y trayéndomela después, advertí que, aunque ya menos que antes, aún se percibía el hedor. Volvieron a repetir la operación fuerte, hasta que en fin le perdió”.

Con su mente analítica, el sacerdote da una explicación de cuál es el origen de esta extraña arma del zorrillo, que es tan efectiva para ahuyentar a todo aquel que intente provocar su ira. No olvidemos que los jesuitas durante sus estudios en los colegios recibían materias y leían libros sobre botánica y zoología lo que les ayudaba mucho cuando tenían que hacer sus informes sobre estos aspectos de la región donde les tocaba ejercer su ministerio.

La explicación que desarrolló el ignaciano fue la siguiente: “comúnmente se cree que este fetor proviene de la orina de este animalito. A mí me parece que no nace, sino de un flato que despide, de un aire espesísimo, el cual difundiéndose y mezclándose con el aire común que respiramos, no sólo le comunica su fetor, sino que experimenta que dentro de la circunferencia de algunos pasos, verbi gratia seis o más hacia todos lados en distancia de su origen, todo el aire se espesa y se engruesa, de suerte que aun por sólo este título parece que dificulta la respiración y casi se puede palpar”.

Durante su discurso sobre este tema Del Barco niega que el olor tan fétido provenga de la orina del animalito, ya que él no ha observado que cuando este animal lanza su “arma” queden gotas de orina en el suelo, además que para él es imposible que la orina líquida pueda transmitir ese fetor hacia el aire cercano al animal, por lo que concluye: “si esto fuera así, debía ser en tal cantidad —la orina— que a una ojeada, no pudiera escaparse a la vista, pero ésta nunca lo ha descubierto y así concluyo que no la orina, sino un flato causa el fetor del zorrillo”.

En la actualidad se ha podido comprobar que lo que produce el fuerte olor que secretan los zorrillos (mofetas) es un líquido producido por unas glándulas anales. Este líquido es expulsado con tal fuerza que logra llegar hasta dos metros de distancia, es por ello que en ocasiones sale “pulverizado” en pequeñas gotas que son difíciles de percibir a simple vista —y menos cuando es en la noche—. La sustancia activa de este olor tan desagradable (fetor) es el azufre.

Como apunte final les comento que Miguel del barco dejó asentado que el nombre que los cochimíes daban a este animal era “yijú”.

Bibliografía:

Historia natural y crónica de la Antigua California – Miguel del Barco.

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Francisco María Nápoli SJ entra a la nación cora

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). En muchos trabajos como la milicia, la docencia en educación básica, las misiones culturales y unos pocos más, es común que a los que se inician en estas labores se les envíe a zonas precarias y los que ya han estado antes desean salir lo más pronto posible para acercarse a un lugar más poblado y con mayores posibilidades de progreso. Sin embargo, hubo un tiempo en que acudir a los sitios más apartados y peligrosos fue algo deseable por parte de un grupo de individuos, como lo fueron los misioneros de la Compañía de Jesús.

A partir del año de 1697, el sacerdote Salvatierra fundó la misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó en la California, el sitio más apartado y agreste de lo que en ese entonces era la Nueva España. El clima árido y extremoso de estas tierras hacía que la vida de sus habitantes nativos y de los colonos que llegaban a ella fuera un suplicio. Era común que se vivieran grandes hambrunas, así como epidemias que diezmaban no sólo a los californios, sino también a aquellos que se aventuraba a realizar sus labores en estas latitudes.

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Tarea permanente de los jesuitas fue el establecer una cadena de misiones que abarcara toda la península. En el año de 1721, se había reiniciado el establecimiento gracias a la llegada de más misioneros. Fue para el mes de marzo de este año que arribó a Loreto el sacerdote italiano Francisco María Nápoli, el cual de inmediato fue comisionado por el sacerdote Juan de Ugarte, que en ese entonces tenía bajo su responsabilidad la dirección de las misiones de California, para que estableciera una misión en un sitio que se denominaba La ensenada de las palmas y que estaba ubicado al sur de la misión de Nuestra Señora de La Paz Airapí.

De forma apresurada se le entregó bastimento, así como objetos que entregaría a los habitantes del sitio donde establecería la misión para granjearse sus favores y amistad, algo muy usual cuando se pretendía ingresar a un territorio inexplorado y/o establecer una misión. Para que fuera más rápido el traslado del padre Nápoli a la misión de La Paz, se decide que se le lleve en el barco con el que se contaba en Loreto, sin embargo, lejos estaba de ser una buena idea. Debido a que durante los meses en que se inició la empresa son comunes los temporales en el Golfo de California, tuvieron mal tiempo por lo que este periplo duró 14 días, en los cuales el mismo Nápoli sentía que iban a ser los últimos de su existencia.

Al llegar a La Paz fue recibido de forma por demás afectuosa por los catecúmenos que ya estaba en proceso de evangelización por el padre Jaime Bravo. Algo muy interesante que sucedió fue que el padre Nápoli al entrar al puerto traía en sus manos un crucifijo, y se acerca a uno de los guaycuras más viejos del lugar preguntándole que si quién era al que traía en sus brazos, este le respondió “que era un viejo a quien le habían traído muerto en esta tierra, y nosotros le habíamos dado un flechazo porque no quería coger venados”. Poco después el sacerdote reflexionaba sobre el enfado que esta gente tenía siempre con los hombres de lengua barba ya que los consideraban capaces de hacer “más hechicerías”.

Durante los cinco o seis días que permaneció el sacerdote Nápoli en La Paz, auxilió al padre Bravo bautizando a algunos niños. También pudo apreciar la forma en que los californios trataban el cuerpo de sus difuntos, a los cuales incineraban, y en caso de sepultarlos lo hacían “retorciéndolos”, a decir del padre. Dentro de las explicaciones que le dio el padre Bravo sobre la ubicación de la ensenada donde plantaría la misión, le informó que había tenido oportunidad de conocer este sitio en el año 1708, cuando partiendo del puerto de Matanchel hacia Loreto, fue “arrebatado” por una tormenta y varó el barco en esa ensenada. Durante las horas que estuvo en el sitio pudo constatar el carácter afable de los pericúes, los cuales les regalaron fruta, pescados y cueros, además de tratarlos con cordialidad. El mismo testimonio daban los buzos que habián llegado a este sitio.

El día 17 de agosto de 1721, parten por tierra los sacerdotes Bravo y Nápoli, una pequeña escolta de cuatro soldados encabezados por el capitán Esteban Rodríguez Lorenzo y un pequeño grupo de guaycuras fieles, mientras tanto en algunas canoas deciden enviar a la ensenada, la mayor parte del bastimento y regalos. Durante ocho largos días se internaron por diferentes rutas rumbo a su destino, pero por ser camino inexplorado en ocasiones deben regresar o avanzar muy poco. El padre Nápoli hace referencia que en dos ocasiones el capitán Rodríguez Lorenzo y su caballo se despeñaron y sólo por la “intervención de la sagrada madona” no perdió la vida.

Algo que se le ha criticado al padre Nápoli son sus descripciones “alegres y fantasiosas” que realizó de los sitios que conoció en la California. Un ejemplo de ello fue lo que dejó escrito en el informe de este viaje y que a continuación transcribo:

“Gracias al Señor que al remate de esta pobre tierra haya puesto lo que tiene. Primeramente, es tierra llana y fertilísima, que lo denota su apariencia misma. Tiene llanos espaciosísimos hasta el cabo de San Lucas, y desiertos de gente, llenos todos de bellísimas y amenas flores, muchísima arboleda grande y gorda para mucha tablasón, que se hallan en tierras calientes, [in]números y cuantiosos arroyos, ríos, valles muy grandes y buenos y sin dificultad para que dicha agua baje a dichas tierras, para que pueda fructificar bastantísima copia de maíz, trigo y cuanto se sembrara, que bastaría para abastecer toda esta pobre tierra de California en un paraje muy hermoso que tiene llanos muy grandes y valles sin monte ninguno, donde se halla muchísima arboleda grande que da mucha sombra, al cual le puse Santa Rosalía.

Es bastante para nutrir muchísimo ganado así mayor como menor, y otras bestias por el bastante pasto y hermosos aguajes. Lo mismo digo del otro más importante paraje, que le puse San Bernardo por haberse descubierto el día del santo, y tiene hermosísimos llanos, bosques de flores, mucha arboleda grande. Llueve en mayor cantidad que en otras partes, tiene pastos riquísimos para muchísimo ganado mayor, tierras húmedas de por sí, bastantes palmares, muchas aguas corrientes y cuatro sacas de ellas, y cuantiosas de importancia que corresponden a las tierras bajas y cercanas, y despegadas de montes y limpias de piedras, que tienen varios carrizales de cañas muy gordas, que son las primeras descubiertas y vistas en la desdichada tierra de California”. 

Pero bueno, como descargo puedo decir que a los ojos de estos hombres de fe, de estos valerosos y abnegados misioneros que venían a dar la vida por su obra misionera, cualquier matorral verde en estas latitudes, se les antojaría como el abeto más grande de un bosque europeo. Además, el padre Nápoli había emprendido su viaje en la temporada de mayor lluvia en nuestra península, por lo que no miente al decir que todo era verdor y que encontró una gran cantidad de arroyos de agua bebible.

Al final, el 25 de agosto, llegó la expedición de tierra a La ensenada de las palmas, la cual describe de la siguiente forma el padre Nápoli: “Que es muy grande, teniendo de punta a punta cerca [de] doce leguas, es muy amena, así por el espacioso mar, como por las muchas lagunas que tiene de agua muy buena y los muchísimos palmares que parecen [otros] tantos bosques”. De lo que ocurrió en los siguientes días de su llegada al sitio nos ocuparemos en un nuevo reportaje.

Bibliografía:

“Tres documentos sobre el descubrimiento y exploración de Baja California por Francisco María Píccolo, Juan de Ugarte y Guillermo Stratford”. Roberto Ramos (comp.).

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Los altares portátiles de los jesuitas en la California

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Leyendo el libro Historia natural y crónica de la Antigua California, que fue producto de los afanes del Dr. Miguel León-Portilla por traernos hacia nuestro tiempo los manuscritos del jesuita Miguel del Barco, quien por 30 años misionó en esta California.

Me llama mucho la atención que en sus frecuentes exploraciones dentro de la península, los misioneros no dejaban de celebrar las misas los domingos y fiestas de guardar aún se encontraran en parajes recónditos y en condiciones poco propicias para estas celebraciones. Inmediatamente, surge en mi mente la duda de cómo fue que oficiaban estas misas y cómo trasladaban los objetos litúrgicos que se necesitaban.

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Como bien sabemos, la Compañía de Jesús fue una orden misionera que se destacó en el terreno de la evangelización, sobre todo, de territorios que marcaban los límites de la civilización en las tierras que se iban “descubriendo” en América. Para llevar a cabo este proceso de evangelizar las diferentes etnias que encontraron a su paso se valían, principalmente, de la apropiación de su lenguaje para establecer un nexo de comunicación efectivo.

Una vez logrado lo anterior —aunque en muchos casos no de forma perfecta—, procedían a dar a conocer el catecismo y la doctrina cristiana a través del uso de la nemotecnia (memoria), pero también se apoyaban en pinturas, estandartes y esculturas con temas sacros. Los jesuitas como fieles representantes de la contrarreforma daban una especial preponderancia a las imágenes religiosas como intercesoras entre los hombres y la divinidad por lo que procuraban su difusión y culto en donde quiera que se plantaban.

Un artículo religioso que les fue de inigualable valor para realizar este “teatro religioso” entendido “teatro” en el sentido que se le atribuía en los libros religiosos del siglo XVII y XVIII como un conjunto de sucesos, significados y conceptos que giran en torno a una situación, fueron los altares portátiles. Estos artefactos eran objetos de reducido tamaño que podían ser transportados con facilidad, y que en su interior preservaban los paramentos litúrgicos necesarios para oficiar la misa y realizar el acto de la consagración eucarística.

En un sentido amplio el altar portátil puede trasladarse de un lugar a otro, pero en un sentido litúrgico es un ara consagrada, lo suficientemente, grande como para contener la sagrada hostia y la mayor parte de la base del cáliz. Se emplean estrictamente para el oficio divino, de modo tal que a partir de ellos se determina el centro del culto.

Los mencionados altares eran utilizados por todas las órdenes religiosas misioneras, ya que por llevar a cabo su trabajo en lugares muy apartados y en la construcción de un templo donde se pudieran guardar estos objetos de culto podría tardar decenios, era necesario que el misionero los llevara consigo a donde se trasladara.

Incluso, aún cuando el sacerdote tuviera una iglesia de cabecera, le era necesario contar con un altar portátil debido a que muchos de sus catecúmenos se encontraban diseminados por un territorio grandísimo, a veces de varios cientos de kilómetros, tenía la obligación de trasladarse regularmente a visitarlos con el propósito de realizar la misa como una ceremonia vinculante y reafirmadora de la evangelización.

En el caso de la California, se sabe que desde el trayecto en los barcos que transportaron a los primeros expedicionarios que llegaron a estas tierras, se celebraban misas en alta mar, lo cual sólo podía ser posible si contaban con estos altares portátiles. Durante la estancia de Eusebio Francisco Kino en La Paz, San Bruno y Londó, se lee en los diarios que escribió, que siempre se celebraron las misas ya sea para dar gracias de haber llegado a un buen lugar para sentar el campamento, como en los días que marcaba el calendario litúrgico.

Otro ejemplo de lo anterior lo encontramos en una carta escrita por Juan María de Salvatierra al padre Juan de Ugarte, donde menciona la celebración de una misa en el barco que los llevó a la California en octubre de 1697 y que ofició antes de desembarcar:

Hasta aquí habíamos caminado (teniendo) a nuestra vista la embarcación chica cuando, esta noche, tuvimos así aires como fuertes corrientes que iban para adentro; y así, amanecimos el día 13, domingo, sin tener a la vista la lancha ni poder saber más de ella.

El viento lo tuvimos contrario el domingo y, así, no pudimos entrar en San Bruno, en su media ensenada, y, así, por tanta fuerza del (viento) sudueste, nos dejamos llevar para arriba, de suerte que el lunes 14 nos hallamos a vista de la serranía que llaman de las Vírgenes, y por no coger más altura nos entramos en una grande bahía llamada La Concepción, muy asegurados del aire.

Y quiso la Virgen tomar posesión de ésa, su bahía, de suerte que allí dije misa el día de la gloriosa Santa Teresa y salté en tierra, comimos unas pitahayas y no vimos gente, aunque reconocimos mucho rastro, y fresco”.

Es obvio que para celebrar esta ceremonia se valieron de un altar portátil que debieron traer con ellos, el cual contenía todos los objetos requeridos para el culto. Lamentablemente, a la salida de los jesuitas de la California y de acuerdo a lo consignado en los inventarios que se levantaron de los objetos que había en las misiones, no se registra la existencia de uno sólo de estos altares portátiles.

Podemos especular que no se registraron como tales por ser denominados de otra forma o bien porque, paulatinamente, fueron dejados de usar ya que la mayoría de los californios estaban habituados a vivir en las misiones por lo que acudían a misa en el templo de la misma.

Bibliografía:

Los altares portátiles tras la expulsión de la Compañía de Jesús en el Río de la Plata y Chile (1780-1820): una historia de agencias y resignificaciones – Nicolás Hernán Perrone y Vanina Scocchera

California jesuita (Salvatierra, Venegas, Del Barco, Baegert) Selección, introducción y notas de Leonardo Varela Cabral

Descripción e Inventarios de Las Misiones de Baja California, 1773 – Eligio M. Coronado.

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El neófito Andrés Comanají, el arquitecto ciego

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cuando los jesuitas llegaron a estas tierras en el año de 1697, encontraron una gran cantidad de naturales, se tiene el cálculo de entre 40 a 50 mil de ellos que habitaban todo lo ancho de la península de California. Si bien, es cierto que habían desarrollado algunos rasgos culturales como la pintura de grandes murales en altas cuevas, petrograbados, un lenguaje que los distinguía en diferentes “naciones” —así los llamaron los sacerdotes—, y diferentes costumbres, algo que los distinguió fue su gran habilidad para apropiarse de la nueva lengua, religión y cultura que portaban estos recién llegados.

Conforme los jesuitas fueron explorando la península de California, descubrían nuevos parajes y convivían con grupos de californios que en su mayoría los recibían con algo de miedo y desconfianza, pero paulatinamente, fueron cediendo y acercándose a ellos conforme les daban pequeños regalos, así como comida y buenos tratos. El propósito de los jesuitas para convivir con estos nativos era evangelizarlos, convertirlos a su fe católica para enseñarles la cultura que detentaban pretendiendo incorporarlos a ella, como la mejor forma de conducirlos al progreso y modernidad. Los años pasaron y cercano a la mitad del siglo XVIII, los jesuitas habían logrado establecer en toda la mitad sur de la California más de una decena de establecimientos misionales, siendo la misión de San Ignacio de Kadakaamán la más norteña.

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En el año de 1751, el sacerdote rector de esta misión era el croata Fernando Consag que se distinguió por su gran amor a sus catecúmenos, así como por sus constantes y largas exploraciones por el norte de la península, en donde había estado procurando, durante 14 años, un nuevo sitio para establecer otra misión, pero que debido a la dificultad de localizar parajes con agua suficiente para mantener tanto al sacerdote residente como a los naturales que estuvieran catequizándose, no se había podido afincar.

Fue en un viaje que realizó hacia parajes aledaños al golfo de California (1751), que a unas veinte leguas de la misión de San Ignacio Kadakaamán localizó un sitio de agua muy escasa al cual puso por nombre La Piedad, sabiendo que no encontraría algo mejor decide iniciar los preparativos para establecer ahí la próxima misión de la cual, ya se había manejado el nombre de Nuestra Señora de los Dolores del Norte desde hacía algunos años . Sin embargo, cuando estaban por iniciarse los trabajos de construcción de este asentamiento se les notifica que el presupuesto que existía para ello estaba agotado.

Pero, como bien se dice coloquialmente, “cuando te toca aunque te quites, y cuando no, ni aunque te pongas”, en esos días surge una solución al problema de falta de presupuesto para crear la nueva misión, pues acababa de cerrase la misión de San José del Cabo por la escasez de habitantes y los pocos pericúes que la habitaban fueron enviados a la misión de Santiago El Apostol. Es entonces que el marqués de Villapuente —gran benefactor de las misiones de la California—, decide destinar una fuerte suma de dinero para que se construya una nueva misión, pero con la condición de ponerle el nombre de su esposa Gertrudis. Fue así que al fin pudo salvarse de los obstáculos y proseguir con esta obra misional.

Lamentablemente, el sacerdote Consag no pudo ser el titular para la nueva misión, ya que debido a su gran labor en la prolífica misión de San Ignacio, se le pedía que se quedara al frente de esta y continuar haciéndola tan próspera como hasta entonces. El sacerdote encargado de esta nueva misión fue el alemán Jorge Retz, quien a su llegada, ya contaba con 548 catecúmenos que había evangelizado nuestro laborioso y entregado padre Consag. El nombre que llevaría la nueva misión sería Santa Gertrudis La Magna.

Como en los inicios de todos los asentamientos misionales, lo primero que se realizaba eran unas endebles construcciones que más que cuartos son especies de enramadas con el propósito de darle albergue a un templo, al sacerdote y a los soldados que lo acompañaban. Es aquí donde entra en escena el neófito Andrés Comanají, también conocido como Andrés Sestiaga —su apellido lo tomó, como era la costumbre, del que tenía el sacerdote Sebastián de Sestiaga, quien lo bautizó. Andrés tenía la característica peculiar de ser ciego de nacimiento, sin embargo, tenía una inteligencia natural que lo hacía sumamente hábil para la construcción de todo tipo de casas y edificios, aunque como dice el padre Miguel del Barco “porque eran tan toscas, que no necesitaban de reglas de arquitectura, y la habilidad de Andrés era tal que suplía con el tacto la falta de vista”.

Las construcciones que realizó, con ayuda de otros californios y soldados, eran sencillas. Consistían en cuatro horcones que servían como las esquinas del cuarto que se ataban con tiras de cuero a los palos que darían forma a las paredes y al techo. Posteriormente, se enjarraban las paredes con lodo y piedras pequeñas, al techo se le tapizaba con junco que era liviano y protegía del sol y un poco de la lluvia. Sin embargo, no se piense que esto era una obra sencilla y carente de cierta complejidad, si para un vidente era un tanto pesado y dificultoso, imagínese para un ciego como Andrés Comanají.

Pero, no sólo esta habilidad tenía Andrés, algo por lo cual era muy apreciado, sobre todo, por el sacerdote Consag y en su tiempo, el sacerdote Sistiaga —”Sestiaga”, lo escribía el padre Del Barco—, era por su gran entrega y devoción hacia la oración y la catequesis de sus hermanos californios. Escribe Del Barco:

Este indio fue al principio catequista en la misión de Mulegé y después ejerció el mismo empleo con mucho aprecio en las de San Ignacio y Santa Gertrudis hasta la expulsión de los jesuitas. Su virtud ejemplar, el celo que manifestaba por la conversión de sus paisanos, la gracia particular que tenia para explicarles y hacerles entender los misterios de nuestra religión, la constancia en instruirlos, la paciencia inalterable con que sufría la inquietud de los niños y la rudeza de los catecúmenos que enseñaba, hicieron famoso el nombre de Andrés y le captaron el aprecio de los misioneros y soldados, así como el respeto y la veneración de los indios. Frecuentemente, fortificaba su alma inocente con los santos sacramentos, y todo el tiempo que no empleaba en el catequismo o en las necesidades de la vida, se estaba en la iglesia orando con mucha devoción.

Qué lejos están estas palabras tan encomiosas hacia un californio, de los conceptos que vertió en su libro el sacerdote Juan Jacobo Baegert el cual los tachaba de “tontos, torpes, toscos, sucios, insolentes, ingratos, mentirosos, pillos, perezosos en extremo, grandes habladores y, en cuanto a su inteligencia y actividades, como quien dice, niños hasta la tumba”. Conforme ustedes, amables lectores, vayan profundizando en los textos a los que hago referencia van a poder tener una mejor idea de lo grande que fueron nuestros californios, y que a pesar de no tener tantas manifestaciones de su cultura, tuvieron una gran inteligencia que rivalizaba con la de cualquier habitante de otra parte del mundo.

Bibliografía:

Historia de la Antigua ó Baja California  – Francisco Javier Clavijero

Historia natural y crónica de la antigua California – Miguel del Barco

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La Lauretana, el segundo navío construido en la antigua California

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Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Los barcos constituyeron la única forma de comunicación de las misiones jesuitas con el resto de la Nueva España. A través de ellos llegaban los ansiados alimentos que sostenían las misiones que se iban estableciendo, también eran portadores de la correspondencia, herramientas, personal y en fin de todo aquello que fuera necesario para continuar con la inacabable labor en estas tierras. Mucho se ha hablado de la balandra El triunfo de la Cruz como el primer barco construido completamente en la California, sin embargo también hubo otro más que fue creado en la península y que poco se ha escrito de él.

Los jesuitas son conocidos por los colegios que establecieron en muchas partes del orbe, por ser religiosos bien preparados en temas científicos y literarios además de ser misioneros entusiastas y perseverantes, sin embargo algo en lo que poco destacaron fue en la capacidad para hacer negocios. En varios informes que rindieron tanto el padre Salvatierra como otros de sus contemporáneos se quejaban amargamente de cómo habían sido timados en varias ocasiones por marineros y comerciantes que les vendieron barcos en mal estado y que zozobraron al poco tiempo de hacerse a la mar rumbo a la península. Lo anterior motivó a que el sacerdote Juan de Ugarte, aprovechando la estancia de un marinero que tenía conocimientos en la construcción de navíos se diera a la ardua, y hasta ese momento, impensable tarea de construir un barco en la California.

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Después de varios meses de inmenso trabajo y en donde jugaron un papel insustituible y de gran reconocimiento los cochimíes del lado de la Sierra de Guadalupe pudo al fin terminarse balandra a la cual se le impuso el nombre de El triunfo de la Cruz por ser el 14 de septiembre, día en que fue botada al mar, el dedicado al santoral de la Exaltación de la Santa Cruz. Esto ocurrió en el año de 1720. Sin embargo, este navío si bien vino a alivianar el pesado trabajo de trasladar personas, ganado, alimentos y demás carga desde la contracosta hacia la península, no resolvía el problema en sí. En esos años, debido a la lentitud con la que se conseguían y cargaban los barcos —a veces duraban hasta un año en ello— era necesario que mientras una nave permanecía cargándose otra estuviera atracada en Loreto para las actividades de exploración o abastecimiento de alimentos de otras misiones del territorio, es por lo anterior que urgía el que se construyera una nueva embarcación que acompañara a la balandra construida.

Fue hasta el año de 1740 que los jesuitas contaron con suficiente dinero para poder destinarlo a la construcción de una nueva nave en estas tierras, ya que al hacerla bajo su vigilancia y dirección y supervisando cada uno de los pasos y el producto final, garantizaban en no volver a ser timados como en otras ocasiones. El encargado de llevar a cabo la supervisión de esta obra fue el padre Jaime Bravo, el cual en ese tiempo fungía como el Procurador de las Misiones con sede en Loreto.  No existen muchos datos sobre qué maderas se utilizaron para su construcción, si fueron extraídas de árboles de guéribo como en el caso de la balandra antes construida o fue madera reutilizada de algún naufragio o comprada en alguno de los puertos de la contracosta. También se ignora el tiempo que se llevó en su construcción, sólo que fue construida en el año de 1740.

Este barco, también correspondió al diseño de una balandra la cual es “una embarcación de vela, pequeña con un solo palo, al menos un foque en estay de proa, y cubierta superior. Son construidas con tablas de madera clavadas parcialmente una encima de la otra”. Una vez que estuvo finalizada recibió el nombre de Nuestra Señora de Loreto o Lauretana. La mencionada embarcación estuvo en funcionamiento durante 25 años, hasta 1765 en que seguramente naufragó o fue desechada por estar inutilizada. No olvidemos que en aquellos años eran muy comunes los encallamientos o que los barcos fueran llevados por tormentas a azotarse contra las rocas de la costa y sufrían graves daños o naufragaban. Sin embargo, se ignora a ciencia cierta cuál fue el destino final de esta balandra.

Bibliografía:

Misioneros Jesuitas En Baja California, Antonio Ponce Aguilar

Diccionario Marítimo Español. Madrid, imprenta Real

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