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Cómo escribir mejor que tu abuela

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¿Escribir mejor que la abuela? Los interminables recovecos de escribir Literatura. Imágenes: Internet

Colaboración Especial

Por Octavio Escalante

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Al ver a mi abuela de 72 años agregarme a Facebook para que le diera like a su página sobre un libro que escribió, de prosa poética contra las telenovelas, me doy cuenta que los géneros literarios todavía tienen mucho qué ofrecer. Algunos se han opacado, otros irán apareciendo. Uno de ellos, antiquísimo, persiste a pesar de no tener éxito comercial como las novelas. Ese género (o subgénero) es la poética.

Ha existido desde los griegos. No es la poesía, sino un tipo de manual en el que se trata de ofrecer al aspirante de poeta-escritor, consejos para lograr una efectiva obra literaria, sin grandes tropiezos, y con la mejor expresividad.

La poética de Aristóteles y la de Horacio son ejemplos clásicos de este asunto. En ellas se establecen las pautas que hay que atender para que no se nos destartale a medio camino la epopeya o la tragedia. Sorprende que entre sus tips para escribir bien se hayan colado algunos otros buenos tips para cocinar papa, para aprovechar el aceite de ballena y para fabricar mermelada basada en betabel. Más allá de esos detalles gastronómicos, los textos se concentran en la escritura.

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Con el paso de los siglos encontramos poéticas que, como en el caso de Horacio, no iban dirigidas al público en general, sino que eran cartas enviadas a destinatarios específicos, como los Pisones, o al joven poeta y soldado que milenios después mantuvo correspondencia con Reiner María Rilke. El género de la poética o arte de creación literaria no es ejercido solamente por los buenos autores. Habemos muchos a los que nos gustaría hacer nuestro propio decálogo sobre cómo escribir, sin por ello ser buenos aprendices. Mi hipótesis al respecto es que, después de tantos intentos, hemos identificado muy bien los consejos que quisiéramos seguir y que, no obstante, nunca cumplimos con disciplina.

La idea de un manual de escritura repele casi a cualquiera. En lo personal, me he dado cuenta con el tiempo que la repugnancia que me causaban dichos manuales era resultado de mi falta de experiencia. He encontrado que si bien algunos preceptos de poética podemos pasarlos por alto, hay otros que dan en el clavo, y que su estancia en el librero de los libros empolvados de la humanidad no ha sido fortuita, sino basada en una constante revisión por los autores modernos que encuentran en ellos elementos eficaces hoy, aplicables hasta en las redacciones más experimentales.

Por otra parte, ni los diez mandamientos, ni las señales de tránsito, ni la ley de ingresos para el ejercicio fiscal, son reglas que se tengan que seguir al pie de la letra. De vez en cuando podemos pasarnos un semáforo en rojo, evadir nuestros impuestos o no santificar las fiestas sin que por ello caiga necesariamente sobre nosotros el rayo destructor de Jehová. Lo que no podemos dejar de hacer es estar conscientes de que, aunque Jehová esté muy ocupado rodeado de su corte de ángeles y arcángeles, decidiendo quién será el próximo delegado del planeta, otros agentes pueden caer sobre nosotros como un rayo, por ejemplo Hacienda, un fanático o un auto que se nos estampa porque para él la luz sí estaba en verde.

El destino de los individuos es misterioso y el de la humanidad entera en cada época da muestras de ser atroz e irreversible.

De vez en cuando aparecen miles de libros, también atroces e irreversibles, que provocan la destrucción de grandes bosques alrededor de la Tierra, tan fatales como la producción de aceite de palma o las mineras. Las glorias literarias actuales, como las musicales, están muy por debajo de las glorias de la música clásica (el año pasado Mozart vendió más discos que nadie) o de El Quijote, si las midiéramos por su éxito comercial. No se trata de que nos quedemos en una parálisis que sólo mira al pasado y lo imita de forma lamentable. Pero ya que no somos como los venados o casi cualquier fauna, que al nacer aprende lo que debe hacer el resto de su vida como si se hubiese levantado de un sueño y no del vientre materno, necesitamos echar un ojo a lo que nos precede, que encierra tanta riqueza, a la que por buena fortuna hoy podemos acceder a través de Internet, o de esos asilos de ancianos que los antiguos llamaban bibliotecas.

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En numerosos escritores canonizados encontramos confesiones íntimas, diarios o decálogos sobre consejos para escribir. Algunos intentan persuadir de que se pueden llegar a escribir 14 cuentos a la vez, poco a poco, pero simultáneamente. Otros dan consejos tan devastadores como dejar de escribir si la escritura no te somete, te obliga y quiebra tu alma. Otros más sobrios, hablan sobre no dejar de escribir al menos una frase al día, con la intención de ir formando la propia voz, como suelen decir, y que no es otra cosa que un acento muy bien trabajado, que sólo puede aparecer después de muchas correcciones, documentos en la papelera de reciclaje, desempleo, divorcios, problemas con la policía, sentimientos de culpabilidad, complejos de inferioridad, delirios de grandeza, robo en supermercados y otras cosas por las que pasan los escritores antes de escribir un libro breve y aceptable.

Hoy en día tenemos a nuestro alcance conversaciones videograbadas sobre el oficio de escribir, donde nos habla gente que a todas luces es común y corriente, pero que se ha dedicado con disciplina e intentado comprender las entrañas de la literatura hasta donde su capacidad lo permite. Es gente tan común y corriente como tú y yo que, a veces, al verlos, uno se desencanta de la imagen poco pintoresca del escritor actual. Pero el cambio de esa imagen poco singular de los escritores de hoy tienen ciertas ventajas que no se tenían en el pasado, como el usar condones de látex, y no de tripa de cerdo, ni tener que posar más de una hora para que les tomen una foto; tampoco tienen que soportar mucho tiempo la sífilis, entre tantas otras cosas, como la peste, la carencia de medicamentos y la brevedad de la vida, aun mayor en aquellos tiempos que ahora. Teniendo en cuenta las aflicciones de los escritores del pasado, no resulta tan decepcionante parecer un personaje de comedia gringa y al mismo tiempo ser escritor.

Mis únicos consejos respecto a la escritura es leer todo lo que se pueda, leer también a los clásicos, revisar en Internet los programas de estudio de las carreras de Letras y echarle un vistazo a los autores que estudian. Ver entrevistas sobre esos escritores, escucharlos hablar sobre su trabajo, oír sus opiniones y escribir lo más que se pueda, todos los días, dejar reposar lo escrito, releerlo y no publicarlo nunca, hasta que alguien por error o una casualidad misteriosa lo lea y te suplique que lo publiques, ¡por el amor de Dios, mándalo a una editorial, dejaste tus tripas ahí!; luego comprarte un automóvil usado, comenzar a salir con alguien, beber más cerveza en bares y menos en los parques, aprender a cocinar cosas raras, aceptar el abandono de tu nueva pareja, y volver a escribir.




Escribir es un combate: el escritor como maquila

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Escribir, escribir, escribir… los dilemas del escritor moderno. Foto: Internet.

El librero

Por Ramón Cuéllar Márquez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Ser escritor en estos tiempos no es cosa fácil, y más en México. Se pasa la vida uno construyendo un nombre, pero nada de ventas, lo cual es el fin de obtener lectores. Y esa es una cosa horrible. Ser publicado por las instituciones no es cosa mala, porque de algún modo resulta un impulso, un motor de arranque. Pero no puede uno seguir a la espera a que nos publiquen los gobiernos cualquier cosa que escribamos. Eso sirve para caer en el olvido y que vivamos en el autoengaño. Daniel Sada decía que era la mejor forma de tirar a la basura miles de ejemplares que no se leerían jamás. El trabajo de escritor es un trabajo hormiga, de buscar aquí y allá una editorial que se interese por nuestros inéditos, sobre todo que sea rentable y lucrativo. Llegar a un producto de esa índole requiere años de oficio, de lecturas ininterrumpidas, diarias, o de plano gozar de una genialidad literaria que rompa los cánones de la noche a la mañana. No todos gozamos de esa suerte.

Si una editorial llega a interesarse en nuestros libros, ya tenemos el primer logro alcanzado; el siguiente es convencer a los lectores de lo que hicimos y que se vuelva viral, como ahora gusta decirse en términos de redes sociales. Ese primer libro va lleno de esperanzas, de entrega, de desvelos, de incertidumbre, de la mejor calidad literaria de que dispuso el escritor durante su creación. Me vienen a la mente varios títulos de libros que por la manera en que se construyeron pronto se convirtieron en clásicos de la literatura. Cien años de soledad es uno de ellos. Pedro Páramo es otro. Un asesino solitario, uno más.

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Uno siempre está lleno de prejuicios en torno a lo que nos gusta y no nos gusta, cuyos valores provienen de nuestro modo de pensar, nuestra educación, nuestros condicionamientos familiares, religiosos y sociales. Así que nos llamará la atención aquello con lo que nos identificamos o aquello que maneja un cierto tipo de lenguaje, cualquiera que éste sea. Leer, sin duda, nos pone a funcionar la imaginación y las neuronas. Un buen libro nos invita a querer otro más bueno, hasta que se vuelve un hábito. Una mente con lecturas es una mente que tiende a ser más creativa. Por supuesto, no es regla general. Compramos libros porque el autor está de moda, porque alguien lo recomendó o por aventurarnos a autores desconocidos para nosotros. A veces ocurren maravillas, otras sentimos que nos estafaron. De este modo, un escritor puede hacerse de un buen número de lectores y hasta de un club de fans.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando un escritor se convierte en un best seller (un más vendido) y gana millones en su primera entrega? Para la editorial esto supone un momento importante, porque comercialmente el libro es muy lucrativo, y claro está, el propio escritor, quien ha entrado a las ligas de los que sí venden. Para quienes gozamos del libro, uno esperaría con pasión algo mucho mejor. Gabriel García Márquez le declaraba a Plinio Apuleyo Mendoza en su famosa entrevista de El olor de la guayaba, que su gran temor era convertirse en esclavo de Cien años de soledad; es decir, que dado el éxito del mismo, los lectores estarían esperando Cien años de soledad 2. Este pasaje de la vida de este escritor se entiende cuando lanzó al mercado El otoño del patriarca, que no tuvo las ventas espectaculares del anterior, pero sí demostró que no se había casado con el estilo de Cien años, y experimentó con otra forma de narrar. García Márquez se negó a convertirse en maquilador de su propia escritura.

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Gabriel García Márquez. Foto: Internet.

La pregunta que nos viene a la mente es: una vez instalados en el compromiso, en el contrato con la editorial, ¿perderemos la libertad de escribir cuanto tema se nos ocurra? La respuesta, en la mayoría de los casos, es sí. A la editorial no le interesan tus necesidades estéticas, tus necesidades filosóficas, o tu imaginación cuestionadora, a la editorial le interesa ganar y vender, lo cual es un hecho natural del mercado, puesto que son una empresa que viven de eso. Pero, ¿y el individuo, el escritor, dónde queda? ¿Se convierte en un trabajador, un obrero, un maquilador de las letras? ¿Ve frustrado su talento para acomodarse a las necesidades del mercado? Muchos hemos constatado que el primer libro resultó una maravilla porque no estaba sujeto a las presiones editoriales, sino a su propia entrega, carisma y capacidad de escribir. No obstante, los siguientes libros comenzaron a parecerse entre sí, pero no al primero. Algunas editoriales optan por exigirle al escritor sagas de aventuras para determinadas edades y públicos, con el fin de crear demanda. Conocen su negocio, pues. Sin embargo, el escritor, ¿dónde queda?, ¿qué papel juega?

Hace décadas los escritores pensaban en función de su obra, de su arte, de su estética, de su filosofía de vida. Hoy no es así o al menos no enteramente así. La narrativa es distinta. Sería difícil que un joven Gabriel García Márquez funcionara en el mercado de hoy, que tampoco es regla, pero esa es la tendencia. Escribir hoy en día no es para nada el ideal romántico del siglo XIX o de lucha como a mediados del siglo XX, donde el escritor es un héroe, un rockstar o de plano un marginal con clase (¡ay, Henry Miller!). Escribir hoy en día es un trabajo arduo y difícil, que no halla su camino ni el éxito tan fácilmente, y algunos morirán y no lo tendrán, o quizá después de la muerte (!Oh Kafka, mi Kafka!). ¿Quién quiere ser escritor?, de los que están horas nalga, de los que investigan, de los que corrigen una y otra vez, de los que arman un proyecto, de los que creen en lo que hacen, de los que no andan tras la lana como mendigos de su propia profesión, quienes mandan a concursitos de jóvenes sus libritos insípidos, pero al que no pueden entrar por rebasar la edad y utilizan a alguien para conseguir sus fines. Escribir, la verdad, es un combate con la vida.

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