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Mi padre y yo

FOTOS: Cortesía.

Especial Día del Padre

Carta ganadora del Segundo Lugar del concurso “Carta al Padre”

Por José Manuel Peralta Delgado

 

No fueron fáciles mis años de infancia a su lado. Hubiera querido que mi padre hubiera sido más expresivo, demostrativo y cariñoso. Pero la parte de su carácter que mostraba era más bien seco, poco expresivo e intimidante. Le costaba trabajo demostrarme su afecto, pero demostraba un talento especial para hacerme sentir su malestar, cuando yo cometía alguna maldad o travesura. Los expertos aconsejan que en la educación de los hijos debe hablarse con ellos, dejando en claro qué es lo que está bien y qué lo que está mal. Con él no era así. Generalmente era mi madre la que me acusaba, y mi padre el que me aplicaba el castigo sin decir ‘agua va’. Experimenté una variedad de materiales de castigo, sobre todo el cinto, una manguera, una banda de carro, la tabla de madera y la mano limpia. Como menciono, en ocasiones el motivo del castigo era desconocido para mí. Por poner un ejemplo en una ocasión lo vi trabajando con un azadón, haciéndole cazuelas a los árboles. Tuve curiosidad por ver su habilidad para manejar aquel instrumento con fuerza y decisión. Acerqué una silla para verlo, pero él, enfurecido y sudoroso, me corrió de allí a cintarazos. Mucho tiempo percibí el cosquilleo del temor dentro de mí, al escuchar el sonido de su cinto saliendo presuroso de su pantalón. Era un sonido familiar, aunque poderoso y terrible. Experimenté entonces la rebeldía, y con la que solía desquitarme era con mi madre, cuyo recurso final y contundente era decirme: “vas a ver cuando venga tu papá”. Pasé por un tiempo atascado en un círculo vicioso. Yo desobedecía y molestaba a mi madre, ella me acusaba cuando mi padre regresaba cansado del trabajo. Él descargaba su coraje castigándome, yo experimentaba el dolor junto con un temor atroz. Luego la calma después de la tormenta, para después experimentar un coraje y rebeldía más intensos, que me llevaban de nuevo a hacer lo incorrecto, y todo volvía a empezar. No, no fueron fácil aquellos años. Creo que mi carácter tímido y retraído requería de un padre más comunicativo y tolerante, que se hubiera ganado mi confianza, que le hubiera podido revelar mis miedos, traumas, ira contenida.

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Los años de adolescencia para mi fueron el despegue hacia una vida diferente. Buenos amigos y maestros me ayudaron a creer en mí mismo y mi capacidad. Vi en el estudio la forma de conseguir el anhelado reconocimiento, la posibilidad de ser valorado. Fue entonces cuando inicie una relación diferente con mi padre. Entendí que mi esfuerzo y desempeño escolar no le pasaban desapercibidos, que él también necesitaba un motivo de orgullo.

En una ocasión recuerdo que veníamos de La Paz, donde estudie el bachillerato, en su camión, solos él y yo. Sentí la necesidad de un acercamiento, de decirle que estábamos en el mismo equipo, trabajando por un mismo propósito. Sabía que esperar un acercamiento de su parte era imposible, así que, venciendo el temor, le pedí permiso para dejar de hablarle de usted, y empezar a hablarle de tú. Aún ahora recuerdo el valor que tuve que encontrar para lograrlo, porque para mí su figura paterna era imponente. Ese fue un momento decisivo, que marco un cambio en mi relación con él.

Después los estudios me llevaron a la Ciudad de México. Como hijo mayor llevaba sobre mis hombros el compromiso de terminar mi carrera, Medicina, para después regresar y apoyar a mi padre con el estudio de mis hermanos menores. En mi vida, como en la mayoría de los estudiantes que salen de casa, la principal dificultad que tuve que enfrentar, fue la soledad. Recuerdo un día que mi padre me visitó, y sentí la confianza para platicarle de una amiga que me gustaba, prospecto de novia. Me hubiera gustado escuchar de él una palabra de ánimo o entendimiento, ya no de aprobación. Pero su acre comentario me ubicó en un instante en la dureza de su personalidad, “no viniste aquí a perder el tiempo con noviecitas, viniste a estudiar”. Desde luego la amistad con aquella muchacha terminó y fue parte de la experiencia de amores y desamores, en la vida de un estudiante que, como yo, apenas si podía sostenerse a sí mismo. Después encontraría una relación que me brindó la posibilidad de crecer y adquirir confianza en mi propio valor y capacidad. Desde luego él no fue partícipe de eso.

Aún con inquietantes dudas, acerca de cuál sería mi futuro, terminé mi carrera. Regresé entusiasmado a mi tierra, satisfecho de haber superado de forma satisfactoria el reto del estudio. Conocí entonces a un padre diferente, que me convirtió en su motivo de orgullo, la justificación de sus afanes y disciplina, aunque yo no estaba muy de acuerdo, jamás me atreví a opinar lo contrario.

Gracias a Dios pronto pude encontrar un buen trabajo, lo que me permitió adquirir esa seguridad y satisfacción tan preciada en la vida de las personas. Vinieron años de lucha, pero entre mi padre y yo fuimos sacando adelante a mis numerosos hermanos, uno a uno, como si los hubiéramos sacado de un pozo, del pozo de la mediocridad. Todos mis hermanos son excelentes profesionistas, personas honorables y productivas. Somos su mayor orgullo. Él platica de sus muchachos y las peripecias que tuvo que hacer para que terminaran sus carreras. Su trascendencia la consiguió a través del éxito profesional de sus hijos.

En mi vida amorosa cometí algunos errores, fruto de la inexperiencia. Mi padre siempre estuvo a mi lado para orientarme, aunque a su manera. A la fecha puedo decir que goza contando anécdotas de mis desatinos amorosos. Él es así, aprendí a conocerlo, y después de tantos años, sé que detrás de esa apariencia dura y desconfiada, hay un hombre sabio y bueno.

He ido descubriendo gradualmente facetas de mi padre que han terminado de derrumbar la barrera impenetrable que hubo alguna vez entre él y yo. En mis tiempos de estudiante conocí las teorías del comunismo y acepté la versión de que Dios era un invento de los hombres, para explicarse aquello que su ignorancia no le permitía entender. Él me expuso a su manera la necesidad de creer en Dios, cuando yo todavía era un escéptico. Me decía; “Como vas a decirle a una paciente; “Señora, no pierda el tiempo pidiéndole a Dios, ¿que no sabe que no existe?. No debes quitarles la esperanza”. Desde luego su opinión para nada influyó en mis convicciones de entonces. Por aquel tiempo pensaba que muchas de las cosas que él decía eran producto de su ignorancia, ¿qué tanto podría saber un hombre que sólo había llegado hasta tercer grado de primaria? Con el paso de los años y amargas experiencias me di cuenta de lo equivocado que estaba, de la sabiduría natural de mi padre, y de mi propia necedad.

Después que encontré la fe en Dios, lo cual no fue fácil, considero increíble como mi padre, siendo un hombre tan duro e intransigente, llegó a la conclusión por su propia observación de la existencia de Dios, al ver la perfección que hay en la naturaleza, el Sol, la Luna y las estrellas, el mar y las montañas de la tierra, y los seres que viven en ella. Él sabe que la vida y la naturaleza funcionan como un reloj perfecto, y considera que no puede ser obra de la casualidad. Sabe que detrás de todo hay un poder superior que mueve los hilos a voluntad.

Puedo decir que después de tantos años encontré en él a mi mejor amigo. Con él puedo platicar casi de lo que sea, pues tiene todo el tiempo y paciencia del mundo. No suelo platicar cosas personales, pues allí sigue habiendo cierta distancia. Pero platicamos de las cosas del pasado, nos reímos de innumerables anécdotas. Le hago y me hace bromas siempre con respeto y platicamos lo más relevante del momento. A sus 84 años tiene una lucidez admirable, aunque su memoria ya no le ayude mucho. Disfruta mucho platicando de historia, de plantas, política, de su tierra natal y de la gente. Un tema vedado, por cierto, es hablar de nuestra relación de la infancia, no tiene caso entrar en controversias, ambos lo sabemos.

Mi padre viene de una familia en la algunos se han hecho ricos, trabajando duro y administrando su dinero. Pero a él eso no se le dio. Su espíritu libre no se lo permitió. No obstante, su idea y consejo siempre ha sido “el hombre debe tener una ilusión en la vida”. Él ha tenido muchas, pero fueron pocos los proyectos que concretó, en parte por ser un hombre con espíritu libre, nunca pudo estar sujeto a un trabajo fijo. Su época de gloria fue cuando trabajó como chofer, acarreando algodón y trigo. También trabajó muchos años acarreando diésel de La Paz a los ranchos agrícolas aquí en El Valle. Aquellos fueron sus años de gloría, que le permitieron hacer aquello lo que más le gustaba; recorre los caminos, ver amaneceres, sentir el aire fresco golpeándole la cara. Le encantaba ver los campos agrícolas con los surcos atestados de maíz, tomate y alfalfa. El día que tuvo un negocio en que tuvo que permanecer esperando, fracasó. Los clientes nunca lo encontraban. Mi padre es un hombre honrado. Su mayor orgullo es que no deberle a nadie. Es un hombre de palabra, y cuando hace un compromiso lo cumple, y espera lo mismo de los demás.

Le encanta preparar comida, para que sus hijos acudan los domingos a comer y platicar las peripecias cotidianas. Su especialidad, los deditos de pescado. Nadie como él para prepararlos. Su ingrediente principal, el amor por su familia.

Hablar de su relación con mi madre es tocar su punto débil. Mi padre nunca supo ganarse el amor de mi madre. Su dificultad para ser demostrativo y su orgullo le fue haciendo esto cada vez más difícil. En todo lo demás él está conforme y satisfecho por haber hecho lo correcto. Pero de su relación matrimonial no puede decir lo mismo. Aún ahora después de tantos años, mis padres viven una especie de guerra fría. Nada que tenga que ver con el otro puede ser agradable. Lo curioso es que, viviendo en la misma casa, han levantado una muralla virtual que los mantiene “saludablemente” separados. ¿Cuál es el resultado? Mi padre generalmente está solo. A veces lo veo llegar en su carrito a mi casa, con paso lento, cansado, y siento compasión por él. Veo un hombre que ha sido demasiado “fuerte” para vivir una vida en la que es necesario atender las emociones y sentimientos de la persona amada. Los sentimientos de mi madre él los interpretaba como “actuaciones”, o “exageraciones”. Y puede ser que así fueran, pero el amor debe soportar con paciencia, ser abnegado, y eso mi padre nunca lo tuvo.

Sin embargo, siempre estuvo allí, aunque sin hacer demasiados compromisos. El necesitaba una mujer que se sometiera sin preguntar, que lo aceptara y olvidara sus agravios. Que le festejara su humor pesado. Desgraciadamente mi madre no es esa clase de mujer. En la etapa que vive, el amor de mi padre es un amor callado. Nunca he recibido un abrazo de él, sin embargo, sé que me quiere y está orgulloso de mí y todos mis hermanos y nietos. Nunca dice lo que siente, pero sé por su expresión, sé que en ocasiones se siente cansado, frustrado por no tener compañía en su vejez. Las cosas se ganan, y el amor de los hijos o de los hermanos no puede sustituir el amor de una mujer.

Con todo y sus errores y limitaciones adoro a mi padre, al que he aprendido a querer con el paso de los años. Ahora reconozco que lo perfecto no existe, que los seres humanos debemos aprender a vivir con nuestras limitaciones. Que en lo fundamental es y sigue siendo ver la vida con optimismo, no rendirse. Me encanta abrazarlo y sentir su divertida resistencia.

Mi padre ha pasado circunstancias difíciles, enfermedades, pero no le teme a la muerte. No hace mucho le iban a practicar un cateterismo en La Paz, y un hermano de él (católico) le dijo que lo iba a llevar con el “padre” para que se confesara, y él le contesto “No, Manuel (yo) me va a confesar”. Cuando lo supe, fui a orar por él, antes de llevarlo a internar al ISSSTE en La Paz. Él ha visto la fe en mí, sabe lo mucho que amo a Cristo, mi Señor. Tal vez él no entienda muchas cosas, pero en el momento decisivo permitió que orara por él. Le pedí a mi Dios que perdonara sus pecados, y le permitiera estar a su lado, en caso de que no saliera con vida de ese procedimiento. La alegre opinión del médico fue “tiene un corazón de 20”.

Actualmente ha llegado a una etapa en la que puede platicarme muchas veces el mismo tema. Siempre lo escucho, como si nunca me hubiera dicho aquello. Lo quiero demasiado para hacerle sentir mal. Admiro la dignidad como enfrenta su vejez. A pesar de la etapa de compromisos de trabajo en que me encuentro, trato de encontrar el tiempo para estar con él.

Le encantan las plantas. Tiene en su casa con un pequeño vivero. Después compramos un terreno rústico, donde plantamos los arbolitos que ha sembrado. Cada sábado los vamos a regar. Es un poco pesado para mí que tengo tantos compromisos, pero vale la pena escucharlo decir “qué bonitos están los árboles”. A veces siento como si se estuviera despidiendo de mí. Me hace recomendaciones acerca de lo que debo hacer cuando los árboles empiecen a producir. Tenemos 23 palmas. Dice que tal vez el ya no le toque ver esos frutos. No me gusta que toque ese tema, y le digo “¡No seas pesimista!, ¡te vas a empachar comiendo dátiles de estas palmas!”. Pero sé que es realista. No importa qué pase mañana, disfruto de su compañía plenamente, y le doy gracias a Dios por permitirle vivir sus últimos años a nuestro lado, por disfrutarlo, abrazarlo, y decirle cuanto lo quiero.

Para mí el hombre duro y seco se fue. Aquel ser distante que fue mi padre lo siento más cercano que nunca, buscando cada día un motivo para seguir adelante. Las historias siempre serán diferentes y no puedo escoger otra. No me arrepiento de la que me tocó vivir a su lado. Doy gracias al Todopoderoso por su vida, por la enormidad que hace del amor de un padre. En lo fundamental no ha cambiado. Mi padre sigue teniendo un espíritu libre. Está donde quiere, y va donde quiere. Nadie lo puede detener. No sabemos cuánto tiempo más estará con nosotros, pero el día que le toque partir sé que se ira sin decir nada, y tal vez sin despedirse.

Manuel




Acuérdate de la fuente

FOTO: Cortesía.

Especial Día del Padre

Carta ganadora del Primer Lugar del concurso “Carta al Padre”

Por Christopher Amador Cervantes

 

Papá:

El día que salí de tu sangre debí haber sido algo similar a tus ganas tremendas de vivir aparatosamente, de aplastar a mi madre con todo el largo amor que corre por las venas cuando uno hace la mueca de Dios, ese grito seco desamparado (tan lleno de deseos inhóspitos y tristeza repentina) que nos abandona y acumula. Imagino también tu gesto, el modo sereno de apretar los ojos como quien exprime un limón con toda la sed de sabor en el vaso rutinario de la vida individual. Abrí los ojos y encontré tus manos. Aunque dudaste las mantuviste ahí, a la orilla del mundo, a los pies del continente inabarcable del amor de mi mamá. Mis ojos vieron los tuyos y debí sentir algo parecido a lo que vive el marinero al mirar la tierra. Puerto de carne cansada, de mirada alegre y ojos pesados de aguantar el llanto: estabas ahí. Como una gota repartiéndose en ondas por el estanque tu sonrisa era mi fuerza; nos quemaba la vida, nos unía la esperanza. Yo era todos tus sueños, el tacto en tus manos, el sabor de tu boca al decir que nací con tu signo.

Pero qué es ser padre… La ocasión de repetirnos o de reinventarnos, honrar en el otro el espacio que nos tocó llenar, volver los pasos con sabiduría y aprendizaje. Quiero ser mejor que tú en mi planteamiento. Recompensar a mamá, recogerle las lágrimas que le sembraste y ayudarla a sonreír en los paseos que la memoria nos devuelve y reconcilia.

Hiciste tu manera en este mundo, viviste como un hombre en libertad que sabe pagar (con su alma) los cadáveres que deja en la piel ajena. Escucho tu nombre y el monte se ensancha, corro por mis sentimientos como por mi vida y te siento pisando cada vez más cerca mis talones. Cómo nos pesa a los hijos la sombra del hombre mítico, la voz que nos llama hacia dentro; la fuerza moral de matar el pasado abrazando un minuto el presente. No te quiero extrañar con rencores, no te quiero escribir con las uñas la carne que se quedó doliendo. Busco la claridad del monte, busco tu canto para mi voz sin dueño.

Padre, enséñame a quererte como no te quiero, enséñame a ser lo que me merezco, a ver la playa, no por los niños que juegan alegres, sino por los barcos que ya se fueron. Ayúdame a prenderle fuego a todas las pangas en que te hundes, a mirar el cielo sin esperar la lluvia y agradecer la nube que me da sombra.

Sé que pude ser un mejor hijo. Tal vez la fruta amarga al árbol al concentrar todo el azúcar.

De raíz me enamoró tu abrazo. Que me cargaras me dio confianza en mi entrada al mundo. Todo lo podía cuando me abrías tu corazón en verbo. Llamarte es abrazar mi propia carne, sentir el viento recorrer mi piel con la autoridad del rastrillo sobre las hojas secas. Celebrarte es darte gracias por remar mis sentimientos bajo la tormenta de tu propia ruta, tu tragedia bien ganada.

Surcaste mares imposibles con la confianza de los viejos capitanes desafiando las tormentas en el diálogo pausado del cigarro. Aunque no te entiendo tienes mi respeto. Suplico tu presencia en mi última noche, te pido sea tu mano la que cierre estos ojos tuyos si me llaman antes. Que tu lengua se tropiece con las letras de mi nombre si me marcho. No me dejes lejos de tu ausencia como ahora, abrázame con tus silencios, con esa manera tan tuya de estar cuando no me tengo.

A veces te quiero decir papá pero no te palpo en su sonido artero, es como si te inventara, como si mi cuerpo no tuviera sombra, como si mi sangre estuviera contenida en una sola rosa. A veces te quiero decir que tal vez te amo pero no es justo porque lo sabes y no haces nada. Me ves con sed, cargas con agua y no he sido vaso.

Ayer mi hijo preguntó por ti. Yo sentí en ese momento que del pozo más profundo y olvidado aparecía una fuente.

Que las líneas que te dejo te refresquen la garganta y nos ayuden a seguir silbando. Que esta carta nos regrese unos minutos lo que había cuando cruzaba la autopista de tu mano.

POSDATA

Me levanta en las mañanas el recuerdo del silbido que regaba por el patio tu alegría. Hasta las aves se posan en los tendederos esperándote. Larga es la noche del alma. Yo aunque te amo ya no te espero.