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El conflicto de la falta de mujeres casaderas en las misiones de la Antigua California

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

La Paz, Baja California Sur (BCS). Mucho se ha especulado sobre los motivos que desencadenaron el decaimiento de la población de los naturales de la California durante la época jesuítica. De acuerdo a los últimos estudios sobre el tema, se sabe que las constantes epidemias fueron diezmando a la población de nativos. Fue tanta la mortandad que algunas de estas enfermedades acababan con miles de pobladores en menos de tres o cuatro meses. Sin embargo otra causa del decremento en la población fue la disminución de mujeres, lo que ocasionaba la imposibilidad de encontrar pareja para los jóvenes habitantes de las misiones.

Posterior a la rebelión que inició entre los pericúes en el año de 1734, y que después se extendió a casi toda la media península, empezó a ocurrir un decremento en el nacimiento de mujeres. El sacerdote Miguel de Barco —autor de uno de los manuscritos más impresionantes en cuanto a información sobre la California, y que luego fue traducido y concentrado en el libro Historia natural y crónica de la Antigua California por el emérito historiador Miguel León-Portilla—, nos relata que a partir del primer tercio del siglo XVIII se tenían diversos reclamos en las misiones, por parte de los californios quienes ante la imposibilidad de encontrar suficientes mujeres con las cuales establecer una relación formal de pareja, lanzaban duras reprimendas a sus misioneros de no hacer nada por remediarlo.

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Del Barco nos dice en su escrito que muchos de los naturales que habitaban el puerto de Loreto, realizaban viajes hacia el puerto de Guaymas, para convencer a las mujeres casaderas de entre las tribus yakis y coras de que se desposaran con ellos. Para convencerlas se vestían con sus mejores ropas, adquirían hermosos vestidos con lo cual buscaban convencer a las damas de que ellos tenían la posibilidad de darles una “buena vida” y que además, por estar Loreto cercano a Guaymas, podrían tener noticias de sus familiares en la otra orilla. En varias ocasiones esta búsqueda tuvo buenos resultados, logrando traer a mujeres que aceptaran vivir en Loreto y casarse con uno de los habitantes, “portándose con juicio y cristiandad”, a decir de este sacerdote.

Sin embargo no en todas partes de la península se tuvo tanta suerte. El misionero de la Misión de Santiago de Los Coras Aiñiní, le relató en diversas ocasiones el reclamo que hacían sus catecúmenos al no poder conseguir mujeres que estuvieran en edad de formar familia con ellos. Ante esta situación tan desesperada el misionero acudió ante el padre visitador para que éste a su vez acudiera al gobernador de Sinaloa y le expusiera la triste situación que se vivía, al mismo tiempo le solicitara encarecidamente que si como producto del combate contra los grupos de yakis y coras hostiles a la presencia española llegaba a capturar a mujeres en edad casadera y tenían por pena el ser desterradas de aquellas tierras, que se las enviaran a su misión en donde les daría una cristiana educación y se aseguraría que se casaran con alguno de los neófitos de su misión. Lamentablemente, esta situación era difícil de realizar por lo que día a día crecían los reclamos e incluso acusaciones ante las autoridades de los presidios sobre esta falta de “cumplimiento” por parte de su misionero.

También era difícil lograr casamientos entre los integrantes de las diferentes rancherías. Lo anterior se debía al gran amor que tenían tanto los hombres como las mujeres del sitio en donde habían nacido y crecido, por lo que se negaban a casarse ya que con ello iba implícito —sobre todo en la mujer—, el trasladarse hacia la ranchería de su esposo. Recordemos que durante los últimos años de la estancia de los jesuitas en la Antigua California se tuvieron que cerrar varios poblados misionales por la escasa cantidad de catecúmenos. Entre algunos de estos sitios estaban las misiones de La Paz, San José del Cabo, San Luis Gonzaga, Los Dolores Apaté, Ligüí-Malibat y otras. Lo anterior repercutió en que al trasladarse los pocos catecúmenos de una misión a otra, las distancias entre las rancherías se hacían cada vez mayores.

De acuerdo a un censo levantado por los jesuitas a su partida, el total de nativos habitando en las misiones, desde la de San José del Cabo hasta Santa María de Los Ángeles era de poco más de 7 mil individuos, lo que nos da una idea del gran decremento que se dio durante los 70 años de presencia de los jesuitas en la California, en donde a su llegada se contabilizó entre 40 mil a 50 mil californios.

Bibliografía

“Historia Natural Y Crónica De La Antigua California” – Miguel del Barco (Edición e impresión: Miguel León-Portilla).

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La palabra California pudo tener su origen en el nombre de una ciudad antigua de África

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La palabra California —la cual lleva implícita de manera indisoluble la identidad de los habitantes de esta hermosa península—, ha sido analizada en incontables hipótesis tratando de definir tanto su significado como su origen; algunas son serias, y otras, francamente, descabelladas. En esta ocasión traigo a ustedes, amables lectores, una de las últimas hipótesis la cual está muy bien sustentada y tiende a ser una de las más creíbles.

En su más reciente libro: California. Biografía de una palabra, del prolífico historiador Carlos Lazcano Sahagún, el autor del prólogo, Jorge Ruiz Dueñas, nos lleva de la mano por el análisis de las primeras fuentes documentales donde aparece la palabra California y concluye que no fue solamente una isla mítica surgida de la imaginación de un escritor medieval, sino que en realidad hacía referencia a una ciudad que existió en un punto geográfico de África y que, debido a su trascendencia, fue tomada en cuenta para aparecer en estas gestas de caballería tan populares en esos años en Europa.

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Empezaremos mencionando que fue el estadounidense Edward Everett Hale quien, al traducir el libro de Las sergas de Esplandián al inglés, en el año de 1862 pudo encontrar la palabra California. El autor del texto original fue el español Garcí Rodríguez de Montalvo, y éste a su vez retoma probablemente la palabra California de otro texto escrito 300 años antes llamado La canción de Roldan en donde aparecía la palabra Califerne. Ambas palabras,Californiay Califerne, hacen alusión a un lugar no definido geográficamente. En el caso del texto de Rodríguez de Montalvo, es mucho más descriptivo del sitio así como de sus habitantes, mencionando que era una isla habitada sólo por mujeres y que eran gobernadas por una de ellas de nombre Calafia. Eran extraordinarias guerreras y para su desplazamiento utilizaban los temibles grifos, los cuales eran unos animales mitológicos con cuerpo de león y cabeza de águila.

Algo importante a tomar en cuenta, es que en todos los escritos de las diferentes etapas de la humanidad, siempre se han retomado los mitos y leyendas de las diversas culturas con el propósito de ajustarlas a los nuevos tiempos, sin embargo, en este proceso no sólo se pierde del origen de dichos mitos sino que además se deforma la pronunciación y escritura original de personajes y lugares, ya sea por su dificultad para articularlo en la lengua en la que se escribe o por la ignorancia del autor, que no sabe de dónde procede y tampoco se tomó la molestia en indagarlo. Esto es muy probablemente lo que ocurrió con la palabra California.

Diversos investigadores, como el filólogo Joseph Bédier y el historiador medievalista Boissonnade, identifican el toponímico California con los habitantes de una ciudad que se localizaba entre las fronteras de Argelia con Marruecos y que llevó por nombre Al-Qal´a o Kalâa. Esta ciudad fue fundada en el año de 1007 y destruida en 1152. Ahora bien, ¿cómo es que de este sitio surge la palabra que actualmente define a nuestra península? El nombre de la tribu que fundó la ciudad era Beni-Ifrene (Hijos de Ifri), y debido a que la ciudad que fundaron la llamaron Al-Qal´a o Kalâa, a sus habitantes se les empezó a llamar Kala-Ifren. Cuando Las Sergas de Esplandián fueron escritas por Rodríguez de Montalvo, utilizó una gran cantidad de palabras que habían sido traídas por los árabes que poseyeron la península ibérica (de 711 a 1492), pero que con el pasar del tiempo fueron deformadas, hasta convertir al Kala-Ifren, en nuestra California.

Algo que refuerza esta hipótesis es que los habitantes de Al-Qal´a o Kalâa eran formidables guerreros. Entre ellos había gente de rasgos caucásicos pero también abundaba la gente con rasgos negroides, de ahí que al mencionar a las guerreras de la mítica isla California, las describan de piel negra. Al reflexionar sobre esta nueva hipótesis nos sigue quedando la duda del significado de la palabra, sin embargo, se avanza un poco sobre el origen de la palabra, la cual, la sitúa en una antigua ciudad en la región norte de África, enfrente de la península ibérica.

Esperemos que en los próximos años surjan más datos sobre la enigmática palabra que da nombre a nuestra península y que se encuentra indisolublemente amalgamada con la identidad de todos sus habitantes. Baja California Sur fue la cuna de esta palabra, al ser otorgada desde la tercer década del siglo XVI al cabo que hoy se conoce como Cabo San Lucas, pero que en un inicio fue llamado Cabo California, sitio del cual se irradiaría al resto de la península.

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Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (II)

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Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Sin lugar a dudas, estas posturas de Jean-Jacques Rousseau enervaron a los jesuitas ya que hacían que sus conquistas apostólicas y empresas civilizatorias fueran consideradas como perniciosas, por lo cual no faltaron duras objeciones a estas ideas por parte de la Compañía de Jesús y de la Iglesia católica en general. Ante esto, los antiguos misioneros de la California, al poco tiempo de haber iniciado su exilio en el Viejo Continente luego de su deportación de los imperios borbónicos, se lanzaron a la palestra intelectual de la época; la finalidad era refutar la ilusoria idea del buen salvaje predicada por Rousseau y desmentir los falsos rumores sobre las riquezas que estos religiosos amasaron en la península de Baja California durante sus siete décadas de apostolado.

Dentro de la Historia de la Antigua o Baja California, el padre Clavijero no hesita en evidenciar la barbarie y condiciones tan precarias en las que vivían los antiguos californios cada vez que tiene la oportunidad; razón por la cual dedicó un capítulo entero en hacer un elogio a la labor del padre Juan de Ugarte como el pionero de la educación en la Baja California al haber fundado una escuela para enseñar a los neófitos no sólo la doctrina católica; sino que también este misionero se empeñó arduamente en que sus feligreses, “tan acostumbrados a una perpetua ociosidad y una libertad desenfrenada”, aprendiesen a labrar la tierra y a realizar oficios; esto con el fin de civilizarlos para que eventualmente fuesen autosuficientes. Tanta era la admiración de Francisco Xavier Clavijero por el padre Ugarte  —ya que él nunca pisó la California—, que no dudó en decir que sus 30 años en la península equivalieron a un siglo en la evangelización de los Californios, sintiéndose muy conmovido por las tres décadas que este misionero de ingenio sublime tuvo que, voluntariamente y por la gracia de Dios, conversar con “estúpidos salvajes”; ello pese a haberse criado en una casa opulenta, y de haber sido educado en las mejores escuelas de la Nueva España de su época.

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En el caso del padre Johann Jacob Baegert, él no sólo se conformó con calificar a los indígenas de la península de la Baja California como salvajes, como lo hizo Clavijero, sino que, a lo largo de toda su obra sobre la California, realiza una diatriba amarga y feroz contra los Californios al decir: “Por regla general puede decirse de los californios que son tontos, torpes, toscos, sucios, insolentes, ingratos, mentirosos, pillos, perezosos en extremo, grandes habladores […] son gente desorientada, desprevenida, irreflexiva e irresponsable; gente que para nada puede dominarse y que en todo siguen sus instintos naturales, igual a las bestias”. Con esto, el padre Baegert no sólo quiere reforzar la idea de lo difícil que fue la evangelización en la Antigua California a causa de la bestialidad de sus pobladores; sino que también pareciera que, con base en su experiencia misional, busca destruir los argumentos de Rousseau sobre la bondad y virtud innata de los pueblos incivilizados de América, mostrando con ello la supuesta necesidad que se tenía por llevar a los californios el Evangelio para iluminar sus almas y en enseñarles a vivir de manera civilizada para que saliesen de su perenne ociosidad y libertinaje; siendo esto último absolutamente opuesto a la tesis del filósofo ginebrino de que los vicios son engendrados por los lujos y la pereza propia del Hombre culto y versado en las artes y ciencias.

Al utilizar a los californios como el más claro ejemplo de cómo un pueblo totalmente desposeído de cultura y buenas maneras no necesariamente es virtuoso por naturaleza, y que incluso puede ser tendiente a los vicios y bajas pasiones a causa de la concupiscencia intrínseca del ser humano; Baegert en cierto modo logra desmitificar la idea del buen salvaje americano y refuta la tesis esgrimida por Rousseau sobre el carácter pernicioso de la civilización en la bondad natural del Hombre, haciendo todo esto de una manera mucho más contundente y fehaciente que las objeciones presentadas por Voltaire contra las ideas del filósofo ginebrino. Estos argumentos se basan en la erudición libresca del escritor francés y son magistralmente presentadas en su obra Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, al elogiar el progreso de las grandes civilizaciones históricas a través del uso de la razón y del fomento a las artes y ciencias, pero carecen de la más mínima aproximación empírica a los usos y costumbres de los pueblos nativos del continente americano.

No conforme con lo anterior, el padre Baegert se atreve a decir que, pese a la incivilización de los californios, estos son verdaderos hijos de Adán y poseen el raciocinio que el Creador le concede a todos los seres humanos, afirmando que estos indígenas no llegarían a niveles tan lamentables de bestialidad si se les mandara en su infancia a Europa para que se les instruyese en modales, artes y ciencias; sólo así serían iguales a los europeos y desarrollarían todos sus talentos.

De esta manera, mientras que Baegert y los demás misioneros de la California laboraban incansablemente por evangelizar y civilizar a los nativos de esta península; en Francia, en 1755, el ahora afamado y controversial Jean-Jacques Rousseau presentaba su segunda obra filosófica -actualmente considerada como central en el pensamiento de este autor, junto con El contrato social-, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Dentro de este ensayo, el filósofo suizo hace una profunda reflexión sobre los fundamentos antropológicos y morales de la civilización occidental al proponer un pasado hipotético en el cual los primeros seres humanos vivían solitariamente en idílicos bosques y selvas, donde satisfacían sus necesidades más esenciales y coexistían en armonía con la flora y fauna. Existían pocas diferencias entre el Hombre y los demás animales en plano físico; sin embargo, el pensador ginebrino considera que existen dos características distintivas del ser humano frente a los otros animales: la perfectibilidad, es decir, la capacidad de evolucionar gracias al aprendizaje obtenido mediante la observación; esto con la finalidad de adaptarse a los cambios de su entorno al modificar la Naturaleza dentro y fuera de él; y la idea de su propia libertad, la cual se fundamenta metafísicamente en la perfectibilidad al ser esta última la que da origen al raciocinio.

Para Rousseau, la bondad natural del Hombre comenzó a perderse cuando éste empezó a suprimir sus prístinos instintos para entregarse a la reflexión y al pensamiento, lo cual generó que dejara estar totalmente consagrado al sentimiento de su existencia actual y a su autopreservación más inmediata. En consecuencia, las preocupaciones derivadas por la incertidumbre de su bienestar futuro lo convirtieron en un ser egoísta y alienado de la Naturaleza y el prójimo, perdiendo de esta manera la virtud humana más esencial y primigenia: la piedad. En palabras del autor, el estado de reflexión es contrario a la Naturaleza, y por ello el hombre pensante es un animal depravado y tendiente al vicio; por ende, para el filósofo ginebrino la mayoría de los males de la Humanidad pudiesen haber sido evitados si los primeros seres humanos hubieran conservado su estilo de vida natural, sencillo, solitario y uniforme. Aunado a lo anterior, Rousseau no duda en afirmar que el surgimiento de la propiedad privada, como consecuencia del asentamiento de los primeros grupos humanos en sitios favorables para practicar la agricultura y ganadería, es el principio de todas las injusticias y vicios que han aquejado a la humanidad a lo largo de su historia ya que esto representa el comienzo de la sociedad civil y las leyes.

En su estado natural, el Hombre es virtuoso e inocente al considerar que su principal instinto es el deseo de preservar su propia vida –la autoconservación, que Rousseau la denominó “amor a sí mismo”—; esto produce un sentimiento de compasión ya que existe un rechazo natural al sufrimiento del prójimo al recordar este último las malas experiencias que uno mismo padece, siendo ésta la razón por la cual el hombre salvaje sólo busca conservar su vida pero sin causar o desear perjuicios a sus semejantes. Sin embargo, la sociedad civil genera que esta sana autopreservación y empatía natural se perviertan en ambición, indolencia y el deseo de ser exaltado por los demás ya que el individuo, al vivir en la civilización, está constantemente comparándose y siendo comparado con sus semejantes; esto hace que desee superar a su prójimo en todos los aspectos posibles y con ello construirse una buena reputación, con lo cual se privilegian las riquezas materiales y la astucia frente a la fuerza física y la piedad.

Toda esta alienación del Hombre de su estado natural como consecuencia del raciocinio y el establecimiento de sociedades civiles generan una perenne desigualdad entre todos los individuos, la cual es legitimada por las leyes, disfrazada por las buenas maneras y refinada por el progreso de las artes y ciencias. En consecuencia, la quimera más ardiente de Rousseau era recuperar en lo máximo posible aquella piedad perdida del hombre primitivo y restaurar los valores más elevados de las civilizaciones antiguas, aunque él bien sabía que esto era imposible para los países europeos y que eventualmente los pueblos incivilizados restantes sucumbirían a la civilización occidental.

Evidentemente, esta segunda obra de Rousseau fue atacada por los detractores de su pensamiento, quienes recrudecieron su aversión por él, siendo acusado de pelagianismo por parte de la iglesia católica y abiertamente rechazado por la mayoría de ilustrados al considerar que esta obra buscaba generar una guerra contra la razón, el progreso y la modernidad. Con gran sorna y mordacidad, Voltaire respondió a este ensayo del ginebrino con una cáustica carta en la que afirmó: “Jamás se había empleado tanto entendimiento en querer hacernos bestias. Uno siente el deseo de andar a cuatro patas cuando se lee su obra”. Más adelante dentro de la misma epístola, el filósofo francés arguye contra la idea de la bondad natural de los salvajes al mencionar las guerras tribales de los indígenas del Canadá, quienes gustosos se aliaron con franceses o ingleses según su conveniencia a fin de derrotar a sus naciones enemigas.

Por su parte, a los antiguos misioneros de la California les resultó providencialmente provechoso que los Californios habitasen en un “paleolítico fosilizado” para invalidar las ideas sobre el verdadero estado natural del ser humano durante sus orígenes más remotos. Posiblemente la prueba más contundente con la que contaron los jesuitas para sustentar las ideas de la concupiscencia y la culpa original sostenidas por la Iglesia católica fue el capítulo más cruento y agrio de la ocupación ignaciana de la península: la rebelión de los pericúes en 1734. Si bien pudiera aducirse que dicho alzamiento contra los misioneros no nació de la supuesta perfidia de los pericúes, sino que fue ocasionada por las vejaciones que recibían por parte de soldados y peones que acompañaban a los jesuitas, al igual que por la prohibición y condena explícita de la poligamia -practicada muy ampliamente en este grupo indígena- por parte de estos religiosos.

Francisco Xavier Clavijero, dentro de su enciclopédica obra sobre la Antigua California, retoma la experiencia personal que le testificó el padre Miguel del Barco —antiguo párroco de la Misión de San Francisco Javier y compañero de exilio de Clavijero— junto con la correspondencia de Clemente Guillén y Jaime Bravo y el crudísimo testimonio escrito por Segismundo Taraval, quien hubiera muerto a manos de los pericúes de no haber huido a la isla del Espíritu Santo luego de enterarse del cruento asesinato de sus colegas Lorenzo Carranco y Nicolás Tamaral, encargados de las misiones de Santiago de los Coras y San José del Cabo, respectivamente. Con todo esto, Clavijero, a lo largo de diez capítulos, describe con gran lujo de detalles y precisión los sucesos previos al estallido de esta rebelión, así como su desarrollo y final luego de tres años de lucha entre los Pericúes sublevados y los soldados traídos desde Sonora y Sinaloa para sofocar el alzamiento.

A lo largo de la narración, Clavijero remarca constantemente la frialdad de las maquinaciones de los conjurados y la brutalidad con la que asesinaron a los misioneros antes mencionados y a los indígenas que se mantuvieron fieles a la fe católica; no obstante, el iracundo y mordaz padre Baegert, en tan sólo un capítulo de seis páginas, logra describir de manera muy sintetizada y clara los acontecimientos de la rebelión de los pericúes pese a no haber sido testigo de ninguno de ellos, reforzando su visión pesimista sobre los californios, de quienes dice en dicho capítulo: “A todos sus defectos, los Californios aún agregan su sed de venganza y su crueldad. Poco les importa la vida y por una fruslería matan a un hombre”. Con esto, Baegert reafirma sus argumentos contra las tesis de Rousseau sobre la bondad natural del Hombre salvaje y la corrupción intrínseca de la civilización occidental, mostrando con ello que los seres humanos siempre tienden al mal por causa de pecado original; de esta manera, el jesuita alsaciano pretende justificar las conquistas apostólicas ignacianas frente a los ilustrados y protestantes.

Noticias de la península americana de la California pudiera considerarse como un amargo lamento sobre el fracaso de los jesuitas en la península de Baja California, una taciturna queja sobre la desolación y ruina a la que se enfrentaron los misioneros al evangelizar a los Californios y un esfuerzo testimonial e intelectual por restaurar el honor de la Compañía de Jesús; sin embargo, el padre Baegert, inconscientemente, coincidió con Rousseau en un aspecto: la sublimidad de la soledad y de la contemplación de la Naturaleza. Johann Jacob Baegert, pese a su inagotable ironía y pesimismo sobre su labor, encontró un solaz a su soledad en la contemplación del tórrido y desolado paisaje de la península, haciendo delirantes descripciones sobre la California que parecieran anticiparse al romanticismo engendrado por Rousseau en su última obra; como se atestigua en su capítulo dedicado a las espinas y matorrales de la península donde Baegert, en un acto de curiosidad y tal vez de hastío, afirma haber contado las espinas de una cactácea, una por una hasta llegar a las 1680, con lo cual afirma: “Parece que la maldición que Dios fulminó sobre la tierra después del pecado del primer hombre ha recaído de una manera especial sobre la California; hasta pudiera dudarse que en dos terceras partes de Europa haya tantas púas y espinas como en California sola”. Al final, al misionero y al filósofo los unió el sentimiento de lo sublime terrorífico de Kant ante la profunda soledad del Hombre en medio de una Naturaleza imponente y silenciosa.

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (I)

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Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La solitaria contemplación de la Naturaleza ha sido considerada desde la Antigüedad como una de las más sublimes fuentes de inspiración artística y filosófica, y posiblemente pocos pensadores han aprovechado la soledad del medio natural con tanto deleite como hizo Jean-Jacques Rousseau. En la última obra de este filósofo suizo, Ensoñaciones del caminante solitario, él mismo hace una reflexión general sobre su pensamiento a lo largo de sus caminatas por los Alpes; llega a la conclusión de que el Hombre provino de la Naturaleza como un animal solitario y que los únicos seres humanos que aún conservaban el estado prístino de la Humanidad eran los nativos de América que aún habitaban en las selvas, bosques, desiertos e islas alejadas de la civilización. De esta manera, Rousseau sentó las bases del romanticismo, movimiento que exaltó la soledad y los terrores del ser humano al enfrentarse a la majestuosidad e inclemencia de la Naturaleza, destacando particularmente dos ambientes aparentemente antitéticos: el desierto y el océano.

La profunda soledad que suele caracterizar al desierto y al mar es la causa por la cual, según Immanuel Kant en su ensayo Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, estos lugares son capaces de infundir el sentimiento de lo sublime terrorífico hasta llegar a la ofuscación de la Razón, con lo cual generan quimeras y visiones lóbregas y pesimistas de la realidad. Partiendo de lo anterior, una de las regiones del mundo donde pudiera llegarse a este extremo es la península de Baja California, tierra donde el desierto está rodeado por el inmenso Océano Pacífico y el Golfo de California, siendo posiblemente la península más aislada del mundo. Fue en esta tierra donde, provenientes de diversas partes del mundo, pero con una misma misión, muchos soldados de la Compañía de Jesús, replicaron el llamado de Abraham de dejar su casa para ir al lugar que le indicara el Señor y ahí construir una nueva nación. Hombres que, en su afán de asemejarse a Cristo y a los profetas, proclamaron la Palabra de Dios a pueblos ignotos e incivilizados en medio de tribulaciones y pobreza, con el fin de lograr la conversión y salvación de miles de almas; no obstante, al final fueron sólo voces que clamaron en el desierto.

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Expulsados de los dominios del Imperio español por las órdenes de Carlos III en 1767, denostados por la acerba pluma de los filósofos ilustrados encabezados por Voltaire —quien en diversas cartas y en su cuento filosófico La princesa de Babilonia encomió a los Borbones por expulsar a los ignacianos de sus reinos—, y al final desconocidos por la misma Iglesia católica tras la promulgación del breve apostólico Dominus ac Redemptor por parte del papa Clemente XIV en 1773, los jesuitas quedaron reducidos al clero secular e iniciaron una larga noche oscura del alma que se prolongaría por 40 años hasta la restauración de la Orden en 1814. Durante este extenso caminar por un desierto espiritual, muchos miembros de la extinta Compañía de Jesús, con la agónica esperanza de poder restaurar algo del prestigio perdido del regimiento de San Ignacio de Loyola, empezaron a redactar obras cuasi enciclopédicas donde se hacía apología de las conquistas apostólicas de la Orden en los países que les fueron encomendados para evangelizar. Dentro de toda esta miríada de apologetas jesuíticos, los antiguos misioneros de la California fueron posiblemente los que mejor expusieron los suplicios, miserias y calamidades a los que se enfrentaron una gran parte de los jesuitas durante su salvífica labor en tierras de paganos.

Con un aspecto “generalmente desagradable y hórrido”, como aseguró el padre Francisco Xavier Clavijero en su obra póstuma Historia de la Antigua o Baja California, la península de Baja California fue el escenario donde, a lo largo de 70 años, los jesuitas llevaron a cabo una de las conquistas evangélicas más arduas que se hayan realizado en la historia de la cristiandad. Se enfrentaron, en primer lugar, con una región casi totalmente aislada del resto del Nuevo Mundo y con condiciones extremadamente áridas e inclementes, a lo cual se añadía el muy exiguo desarrollo sociocultural de los californios, quienes permanecieron en lo que Miguel León Portilla denominó como un “paleolítico fosilizado” y que, según lo que ha sido constatado por las evidencias antropológicas, no tuvieron ningún contacto o noticia de las grandes civilizaciones prehispánicas del centro del país y viceversa.

Ante esta absoluta carencia de la más mínima sofisticación por parte de los californios, y aunado al aislamiento geográfico, a su dispersión poblacional y a la poca disposición por evangelizarse de algunos grupos, los misioneros de la California, hombres de excelsa formación académica y humanística, tuvieron que resignarse a sentirse solos en medio de tribus incivilizadas y rudos soldados; tenían únicamente el consuelo de la oración y el solaz de la correspondencia epistolar entre sus hermanos de la Compañía como medios para paliar su soledad y no caer en la desesperación o en el ofuscamiento de su razón; no obstante, posiblemente el misionero que experimentó con mayor profundidad los prolongados efectos de la recóndita soledad del desierto bajacaliforniano fue el alemán Johann Jacob Baegert —o Bägert, en la grafía original alemana—, párroco de la misión de San Luis Gonzaga de Chiriyaquí, establecida en medio del país de los Guaycuras, “el más seco y estéril de toda la California”, según lo recopilado por el padre Clavijero.

El padre Baegert —oriundo de la ciudad de Schlettstadt, Alsacia, conocida hoy en día como Sélestat, al oriente de Francia— fue, al igual que todos sus compañeros misioneros, un hombre docto versado en humanidades y teología. Baegert, a diferencia de la mayoría de los jesuitas que misionaron en la Antigua California, provenía de un ambiente intelectual altamente polemista ya que Alsacia, que en ese entonces su población era mayormente germánica pero dependiente de la Corona francesa; debido a su condición limítrofe con Alemania y Suiza, fue un centro de intercambio y combate cultural e ideológico entre las principales escuelas de pensamiento de su época: la apologética escolástica abrazada por los jesuitas desde su fundación durante la Contrarreforma, el protestantismo de corte humanista emanado de las obras de Calvino y Lutero, y el racionalismo ilustrado que rápidamente se extendía por Europa gracias a los esfuerzos de Voltaire, Diderot y D’Alembert.

Fue en medio de esta palestra intelectual donde el joven Baegert, hijo de un talabartero, con apenas 19 años, inició su noviciado en 1736 en la ciudad de Maguncia, Alemania, que en ese entonces era la capital del electorado homónimo. Fue ahí donde, confinado tras las murallas de esta ciudad ante el asedio francés que padeció durante la Guerra de Sucesión Polaca, por cuatro años Baegert estudió arduamente los principios esenciales de las doctrinas católicas junto con todas las ramas de las humanidades y filosofía, lo cual le permitió que en 1740, con tan sólo 23 años, se le permitiese impartir materias fundamentales en la formación jesuítica —como gramática, poética y lógica— en el colegio de la Compañía de Jesús en Mannheim, en el Palatinado del Rin, la cual era una de las ciudades más cosmopolitas del Sacro Imperio Germánico, gracias a que su soberano, Carlos III Felipe de Neoburgo, la había convertido en la capital de sus dominios apenas 20 años antes. Con esto, Baegert tuvo la oportunidad de fraguar su enérgica y aguda vocación apologética frente a predicadores protestantes e intelectuales seguidores del Aufklärung -es decir, la Ilustración alemana según la definición de Kant- en la corte del príncipe palatino.

Tras tres fructíferos años como profesor en Mannheim, Baegert regresó a Alsacia para continuar con su formación sacerdotal al iniciar sus estudios teológicos en el prestigioso colegio de Molsheim, el mayor bastión de la Contrarreforma en su provincia natal. Una vez concluida su instrucción en teología, Baegert fue admitido en su totalidad a la Compañía de Jesús y se ordenó sacerdote en 1747, tras lo cual fue enviado a la cercana ciudad de Haguenau para que sirviera como vicario de la iglesia que la Orden administraba en el lugar y que impartiese materias de humanidades en el colegio jesuita de esa ciudad; sin embargo, su renovada labor docente tuvo que ser interrumpida debido a que recibió la orden de ir a Cádiz, España, para que le diesen instrucciones sobre su nueva labor misionera, con lo cual inició lo que muchos años después él consideró como un exilio por la gracia de Dios.

Con apenas tres años de haberse ordenado sacerdote, Johann Baegert llegó a la California luego de un viaje de casi dos años desde su natal Alsacia hasta la Nueva España, teniendo de por medio prolongadas estancias en Génova y Cádiz antes de llegar a América. Según lo que consta en una de las cartas que el padre Johann Baegert escribió a su hermano, George Baegert —quien también era jesuita—, el joven misionero estaba muy entusiasmado por su nueva labor, afirmando que su llamado a las conquistas apostólicas americanas provenía inconcusamente de Dios, alegrándose particularmente de haber sido llamado para evangelizar la península bajacaliforniana, de la cual afirmó: “California bendita me fue asignada, digo California, la cual, de haber podido, yo mismo hubiera elegido”. Jamás se imaginó que, 22 años más tarde, al inicio de su controversial obra Noticias de la península americana de la California —el “libro negro” de la historiografía misional de Baja California según el historiador sudcaliforniano Pablo L. Martínez—, él mismo escribiría: “Todo lo concerniente a la California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar la pluma para escribir algo sobre ella”.

Al mismo tiempo que Baegert se sumergía en la más recóndita soledad en una tierra árida, estéril y miserable, aislada por el océano y poblada por gente que “es indistinguible de las bestias”; en Francia, la Academia de Dijon premiaba a un ginebrino poco conocido por una particular obra titulada Discurso sobre las Artes y las Ciencias; muy curiosamente, compartía el mismo nombre de pila del padre Johann Jacob Baegert —Juan Jacobo en castellano— y que, empero, no se escapó de la ácida e irónica pluma del alsaciano, quien lo llamó “un infame soñador”: Jean-Jacques Rousseau.

La ópera prima del filósofo suizo, justo antes del prefacio del autor, contiene una locución latina extraída de la obra elegíaca Las tristezas, escrita por Ovidio, en la cual se expresa: Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis —que en castellano se traduciría como: “Aquí soy yo el bárbaro, porque nadie me entiende”. Con esto, de manera casi premonitoria, Rousseau anticipó las controversias de sus obras, que eventualmente le valieron la reprobación de la iglesia católica y los protestantes junto con el repudio de los filósofos ilustrados, especialmente de Voltaire.

La principal razón por la que el ginebrino fue anatemizado por los grupos más importantes de intelectuales de su tiempo se debió, en primer lugar, a que en una época donde se consideraba que las luces de la Razón y el conocimiento disiparían las tinieblas de la ignorancia y superstición para hacer que el Hombre alcanzara la mayoría de edad intelectual como lo señala Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Rousseau criticó fuertemente el progreso de las artes y las ciencias; consideró que, lejos de mejorar la naturaleza humana y purificar las costumbres, estas sólo desnaturalizan la bondad intrínseca del Hombre y lo convierten en esclavo de las vanidades y la sociedad “civilizada”. Partiendo de esto último, para Rousseau es más digno de admiración un guerrero atlético que combate desnudo con fiereza y coraje, que el literato más encumbrado y conocedor de las bellas artes y las ciencias en Europa—hace con esto una abierta referencia a Voltaire, a quien acusa de ser un esclavo de los gustos del público de su época— ya que este último, con todo su refinamiento y sapiencia, tiende a la ociosidad, al egoísmo y a los vicios, cargando con pesadas cadenas enguirnaldadas con la erudición y el lujo que lo separan de los atributos naturales del Hombre: la virtud, justicia y honor.

Dentro de esta misma obra, Rousseau afirma que las artes y ciencias han nacido como consecuencia de la ociosidad y las injusticias propias de la civilización; por lo cual el progreso del conocimiento no debe ser equiparado con el progreso moral ya que este retrocede mientras el otro avanza; además, considera que han sido el origen de la decadencia moral y social de los grandes imperios, razón por la cual afirma que ha sido la Naturaleza misma la que ha privado al Hombre de estos conocimientos desde sus orígenes a fin de evitar la disolución de las costumbres. Consecuentemente, este filósofo suizo considera que la enseñanza de las humanidades y ciencias no sólo deprava al ser humano y lo inclina a todos los vicios, sino que ésta debe ser sustituida por una educación en la que se privilegie la honestidad, justicia y valentía en el caso de los pueblos europeos; mientras que, en el caso de las naciones nativas del Nuevo Mundo, estas últimas deben permanecer sin influencia de la civilización occidental con la finalidad de que no se perviertan. De esta manera, Rousseau propone que es preferible un pueblo ignorante, pobre e inocente a un país sofisticado y cultivado pero corrompido.

Continuará…

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Las imágenes sagradas en las Misiones Californianas

IMÁGENES: Cortesía

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Cuántas veces al visitar los pocos templos ex misionales que aún subsisten en nuestra parte austral de la península de Baja California, nos sorprende la mirada las decenas de retablos, óleos, esculturas y en general todas las imágenes que decoran el espacio sacro.

Ante este soberbio espectáculo uno  no deja de hacerse preguntas como ¿Cuál fue el propósito de traer desde cientos de kilómetros de distancia estas imágenes? ¿Su uso sólo fue decorativo u ornamental, o tuvieron otra función? Fue así como inicié una búsqueda de información que pudiera satisfacer mi curiosidad a este respecto.

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Las imágenes, al igual que el lenguaje humano, escrito u oral, tienen como función el transmitir un mensaje. En el caso del lenguaje oral y la escritura, el mensaje se transmite con una mayor precisión puesto que poseen un código, fonético o gráfico, que hace que esta función se cumpla más o menos a cabalidad. En el caso de las pinturas o esculturas, el mensaje se transmite de manera simbólica, es más interpretativo y depende en gran medida de la pericia de la persona que lo trasmite así como de los “significados” que posee quien lo recibe. Sin embargo, para ser justo, en todos los tipos de mensajes que se transmiten entre los seres humanos siempre cabe un nivel de subjetividad, ya que como se dice coloquialmente “una cosa es lo que se dice y otra es lo que se interpreta”.

Regresando al asunto que nos ocupa, a la llegada de los Misioneros a tierras en donde les era desconocida la cultura y el lenguaje de las etnias que las habitaban, se les presentó una gran dificultad para poder entablar una comunicación. El principal objetivo que buscaban estos religiosos era evangelizar, esto es, convertir a su religión a todos los naturales que pudieran por medio de la enseñanza del catecismo así como de los “misterios” de la fe. Como podemos imaginarnos, el lograr concretar este propósito se presentaba muy difícil.

En el caso de los Misioneros que llegaron a la California —desde el año de 1683 cuando acompañaron a la expedición del explorador Isidro Atondo y Antillón—, los cuales fueron Eusebio Francisco Kino, Juan Bautista Copart y Matías Goñi, la primer estrategia que emplearon para evangelizar a los Californios fue aprendiendo la lengua que se utilizaba en cada uno de los lugares donde estuvieron (La Paz, San Bruno y Londó). Posteriormente, la evangelización se dio traduciendo los rezos y toda la doctrina básica de la iglesia católica para que posteriormente fuera memorizada por los catecúmenos a través de largas jornadas de repetición. Lamentablemente, esta experiencia de conversión fue de muy corta duración, escasos 2 años, además de que no se contó con los recursos y el tiempo necesario para ello: los misioneros compartían su tiempo de catequizar con largas exploraciones hacia diferentes partes de la península, además de que no contaban con recursos económicos suficientes como para construir un templo y ornamentarlo de forma adecuada. Sin embargo, esto no obstó para que aplicaran la primer estrategia iconográfica en sus neófitos, la cual consistía en entregares un collar del cual pendía un pequeño crucifijo, posteriormente a ser bautizados. Este collar simbolizaba, por un lado, su pertenencia como siervos y creyentes de la Iglesia Católica y por otro, una clara distinción de quiénes ya estaban bautizados y los que no.

Posteriormente al establecimiento de la Misión y Real Presidio de Loreto en el año de 1697, en donde ya se estableció de manera formal la incursión permanente de la colonización de la península, la cual correspondió estar bajo el mando de la iglesia católica y de la mano de los sacerdotes de la Compañía, previo acuerdo entre la Corona Española y los religiosos; los sacerdotes iniciaron una etapa permanente de evangelización de los miles de Californios que fueron encontrando a su paso. Lo anterior lo realizaron basándose en algunos diccionarios elaborados por Kino y Copart en su anterior estadía en la península, sin embargo, a lo largo de los 70 años que duró la labor misionera de los ignacianos, continuaron creando más obras de este tipo.

Por lo general a los jesuitas que iban llegando a la península se le enviaba por un año o más a algunas misiones, para que aprendieran la lengua de los naturales y, posteriormente, los destinaban a fundar nuevos enclaves o a sustituir a sacerdotes que por enfermedad o muerte ya no podían desempeñarse en su ministerio. El lenguaje oral fue la primer herramienta que tuvieron para hacer que los naturales aprendieran el Evangelio, los rezos y en general toda la doctrina católica. Conforme pasó el tiempo y tuvieron recursos económicos suficientes para adquirir pinturas o imágenes religiosas, empezaron a utilizarlos como “materiales didácticos” a fin de que fuera más fácil el aprendizaje de ciertos pasajes bíblicos o doctrinales, al tiempo que causaban un mayor impacto en la mente de los catecúmenos.

Este tipo de enseñanza basada en el aprendizaje de la lengua de los naturales así como el uso de iconografía no fue inventada en la California ni mucho menos dejada a la casualidad, al contrario, era un sistema que se había perfeccionado en los 157 años previos a la llegada de los Ignacianos a la península (la Sociedad de Jesús fue fundada en 1540). En las incontables misiones que se realizaron en Asia, Europa y muchas partes de América, antes de llegar a la California, tuvieron la oportunidad de ensayar muchas técnicas y métodos de enseñanza, concluyendo que la mejor forma de lograrlo era de la forma en que ya describimos. Estos adelantos eran reportados en largos informes a sus superiores en Roma, los cuales los destinaban a grupos de estudiosos que sistematizaban su uso y lo convertían en guías de enseñanza para que los misioneros las estudiaran durante su noviciado e, incluso, las llevaban consigo al iniciar su labor misionera.

Algo que muy poca gente conoce, es que los Jesuitas durante su formación en los Colegios estudiaban en su Ratio Studiorum: interpretación de  jeroglíficos, símbolos pitagóricos, apotegmas, adagios, emblemas y enigmas, incluso, se les incentivaba a agregar a los temas estudiados, pinturas que respondan al emblema o argumento propuesto, esto es, “tenían así una educación proclive al uso, la creación y la interpretación de signos y emblemas como a la relación entre textos e imágenes y a la lectura “figurada” o metafórica”. Lo anterior los preparaba para que, al llegar a un determinado sitio donde emprenderían su obra misionera, fueran percibiendo aquellos símbolos o alegorías tallados en piedras, dibujados en códices o pinturas rupestres, esculpidas en ídolos u objetos de este tipo, para poco a poco buscar una semejanza o interpretación pero que estuviera directamente relacionada con la doctrina católica. Con ello garantizaban que los naturales fueran comprendiendo los misterios de la religión que se les estaba enseñando —o imponiendo— basado en los “significados” que ellos ya poseían y que manifestaban en sus ídolos o pinturas.

Es por lo anterior que los templos que fueron erigiendo los Jesuitas en toda la península de Baja California poseían una gran cantidad de óleos, retablos, esculturas religiosas, pinturas de cruces y símbolos relacionados con la cosmovisión católica, mismos que aún podemos apreciar en los pocos templos que aún se encuentran en pie. Lamentablemente, desde la expulsión de los Jesuitas de la península, ocurrida en el año de 1768, se han ido perdiendo —no puedo decir robando, ya que no tengo pruebas de ello— una gran cantidad de pinturas y esculturas, dejándonos sin la posibilidad de admirarlas y de poder estudiarlas para conocer aún más sobre su uso en la doctrina católica.

 

Bibliografía:

Los jesuitas y la imagen—signo — Ricardo González Marchetti

Historia natural y crónica de la antigua California – Miguel del Barco.

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