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Dialéctica de la California: Rousseau frente a Baegert (I)

FOTOS. Internet

Colaboración Especial

Por Francisco Draco Lizárraga Hernández

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La solitaria contemplación de la Naturaleza ha sido considerada desde la Antigüedad como una de las más sublimes fuentes de inspiración artística y filosófica, y posiblemente pocos pensadores han aprovechado la soledad del medio natural con tanto deleite como hizo Jean-Jacques Rousseau. En la última obra de este filósofo suizo, Ensoñaciones del caminante solitario, él mismo hace una reflexión general sobre su pensamiento a lo largo de sus caminatas por los Alpes; llega a la conclusión de que el Hombre provino de la Naturaleza como un animal solitario y que los únicos seres humanos que aún conservaban el estado prístino de la Humanidad eran los nativos de América que aún habitaban en las selvas, bosques, desiertos e islas alejadas de la civilización. De esta manera, Rousseau sentó las bases del romanticismo, movimiento que exaltó la soledad y los terrores del ser humano al enfrentarse a la majestuosidad e inclemencia de la Naturaleza, destacando particularmente dos ambientes aparentemente antitéticos: el desierto y el océano.

La profunda soledad que suele caracterizar al desierto y al mar es la causa por la cual, según Immanuel Kant en su ensayo Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, estos lugares son capaces de infundir el sentimiento de lo sublime terrorífico hasta llegar a la ofuscación de la Razón, con lo cual generan quimeras y visiones lóbregas y pesimistas de la realidad. Partiendo de lo anterior, una de las regiones del mundo donde pudiera llegarse a este extremo es la península de Baja California, tierra donde el desierto está rodeado por el inmenso Océano Pacífico y el Golfo de California, siendo posiblemente la península más aislada del mundo. Fue en esta tierra donde, provenientes de diversas partes del mundo, pero con una misma misión, muchos soldados de la Compañía de Jesús, replicaron el llamado de Abraham de dejar su casa para ir al lugar que le indicara el Señor y ahí construir una nueva nación. Hombres que, en su afán de asemejarse a Cristo y a los profetas, proclamaron la Palabra de Dios a pueblos ignotos e incivilizados en medio de tribulaciones y pobreza, con el fin de lograr la conversión y salvación de miles de almas; no obstante, al final fueron sólo voces que clamaron en el desierto.

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Expulsados de los dominios del Imperio español por las órdenes de Carlos III en 1767, denostados por la acerba pluma de los filósofos ilustrados encabezados por Voltaire —quien en diversas cartas y en su cuento filosófico La princesa de Babilonia encomió a los Borbones por expulsar a los ignacianos de sus reinos—, y al final desconocidos por la misma Iglesia católica tras la promulgación del breve apostólico Dominus ac Redemptor por parte del papa Clemente XIV en 1773, los jesuitas quedaron reducidos al clero secular e iniciaron una larga noche oscura del alma que se prolongaría por 40 años hasta la restauración de la Orden en 1814. Durante este extenso caminar por un desierto espiritual, muchos miembros de la extinta Compañía de Jesús, con la agónica esperanza de poder restaurar algo del prestigio perdido del regimiento de San Ignacio de Loyola, empezaron a redactar obras cuasi enciclopédicas donde se hacía apología de las conquistas apostólicas de la Orden en los países que les fueron encomendados para evangelizar. Dentro de toda esta miríada de apologetas jesuíticos, los antiguos misioneros de la California fueron posiblemente los que mejor expusieron los suplicios, miserias y calamidades a los que se enfrentaron una gran parte de los jesuitas durante su salvífica labor en tierras de paganos.

Con un aspecto “generalmente desagradable y hórrido”, como aseguró el padre Francisco Xavier Clavijero en su obra póstuma Historia de la Antigua o Baja California, la península de Baja California fue el escenario donde, a lo largo de 70 años, los jesuitas llevaron a cabo una de las conquistas evangélicas más arduas que se hayan realizado en la historia de la cristiandad. Se enfrentaron, en primer lugar, con una región casi totalmente aislada del resto del Nuevo Mundo y con condiciones extremadamente áridas e inclementes, a lo cual se añadía el muy exiguo desarrollo sociocultural de los californios, quienes permanecieron en lo que Miguel León Portilla denominó como un “paleolítico fosilizado” y que, según lo que ha sido constatado por las evidencias antropológicas, no tuvieron ningún contacto o noticia de las grandes civilizaciones prehispánicas del centro del país y viceversa.

Ante esta absoluta carencia de la más mínima sofisticación por parte de los californios, y aunado al aislamiento geográfico, a su dispersión poblacional y a la poca disposición por evangelizarse de algunos grupos, los misioneros de la California, hombres de excelsa formación académica y humanística, tuvieron que resignarse a sentirse solos en medio de tribus incivilizadas y rudos soldados; tenían únicamente el consuelo de la oración y el solaz de la correspondencia epistolar entre sus hermanos de la Compañía como medios para paliar su soledad y no caer en la desesperación o en el ofuscamiento de su razón; no obstante, posiblemente el misionero que experimentó con mayor profundidad los prolongados efectos de la recóndita soledad del desierto bajacaliforniano fue el alemán Johann Jacob Baegert —o Bägert, en la grafía original alemana—, párroco de la misión de San Luis Gonzaga de Chiriyaquí, establecida en medio del país de los Guaycuras, “el más seco y estéril de toda la California”, según lo recopilado por el padre Clavijero.

El padre Baegert —oriundo de la ciudad de Schlettstadt, Alsacia, conocida hoy en día como Sélestat, al oriente de Francia— fue, al igual que todos sus compañeros misioneros, un hombre docto versado en humanidades y teología. Baegert, a diferencia de la mayoría de los jesuitas que misionaron en la Antigua California, provenía de un ambiente intelectual altamente polemista ya que Alsacia, que en ese entonces su población era mayormente germánica pero dependiente de la Corona francesa; debido a su condición limítrofe con Alemania y Suiza, fue un centro de intercambio y combate cultural e ideológico entre las principales escuelas de pensamiento de su época: la apologética escolástica abrazada por los jesuitas desde su fundación durante la Contrarreforma, el protestantismo de corte humanista emanado de las obras de Calvino y Lutero, y el racionalismo ilustrado que rápidamente se extendía por Europa gracias a los esfuerzos de Voltaire, Diderot y D’Alembert.

Fue en medio de esta palestra intelectual donde el joven Baegert, hijo de un talabartero, con apenas 19 años, inició su noviciado en 1736 en la ciudad de Maguncia, Alemania, que en ese entonces era la capital del electorado homónimo. Fue ahí donde, confinado tras las murallas de esta ciudad ante el asedio francés que padeció durante la Guerra de Sucesión Polaca, por cuatro años Baegert estudió arduamente los principios esenciales de las doctrinas católicas junto con todas las ramas de las humanidades y filosofía, lo cual le permitió que en 1740, con tan sólo 23 años, se le permitiese impartir materias fundamentales en la formación jesuítica —como gramática, poética y lógica— en el colegio de la Compañía de Jesús en Mannheim, en el Palatinado del Rin, la cual era una de las ciudades más cosmopolitas del Sacro Imperio Germánico, gracias a que su soberano, Carlos III Felipe de Neoburgo, la había convertido en la capital de sus dominios apenas 20 años antes. Con esto, Baegert tuvo la oportunidad de fraguar su enérgica y aguda vocación apologética frente a predicadores protestantes e intelectuales seguidores del Aufklärung -es decir, la Ilustración alemana según la definición de Kant- en la corte del príncipe palatino.

Tras tres fructíferos años como profesor en Mannheim, Baegert regresó a Alsacia para continuar con su formación sacerdotal al iniciar sus estudios teológicos en el prestigioso colegio de Molsheim, el mayor bastión de la Contrarreforma en su provincia natal. Una vez concluida su instrucción en teología, Baegert fue admitido en su totalidad a la Compañía de Jesús y se ordenó sacerdote en 1747, tras lo cual fue enviado a la cercana ciudad de Haguenau para que sirviera como vicario de la iglesia que la Orden administraba en el lugar y que impartiese materias de humanidades en el colegio jesuita de esa ciudad; sin embargo, su renovada labor docente tuvo que ser interrumpida debido a que recibió la orden de ir a Cádiz, España, para que le diesen instrucciones sobre su nueva labor misionera, con lo cual inició lo que muchos años después él consideró como un exilio por la gracia de Dios.

Con apenas tres años de haberse ordenado sacerdote, Johann Baegert llegó a la California luego de un viaje de casi dos años desde su natal Alsacia hasta la Nueva España, teniendo de por medio prolongadas estancias en Génova y Cádiz antes de llegar a América. Según lo que consta en una de las cartas que el padre Johann Baegert escribió a su hermano, George Baegert —quien también era jesuita—, el joven misionero estaba muy entusiasmado por su nueva labor, afirmando que su llamado a las conquistas apostólicas americanas provenía inconcusamente de Dios, alegrándose particularmente de haber sido llamado para evangelizar la península bajacaliforniana, de la cual afirmó: “California bendita me fue asignada, digo California, la cual, de haber podido, yo mismo hubiera elegido”. Jamás se imaginó que, 22 años más tarde, al inicio de su controversial obra Noticias de la península americana de la California —el “libro negro” de la historiografía misional de Baja California según el historiador sudcaliforniano Pablo L. Martínez—, él mismo escribiría: “Todo lo concerniente a la California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar la pluma para escribir algo sobre ella”.

Al mismo tiempo que Baegert se sumergía en la más recóndita soledad en una tierra árida, estéril y miserable, aislada por el océano y poblada por gente que “es indistinguible de las bestias”; en Francia, la Academia de Dijon premiaba a un ginebrino poco conocido por una particular obra titulada Discurso sobre las Artes y las Ciencias; muy curiosamente, compartía el mismo nombre de pila del padre Johann Jacob Baegert —Juan Jacobo en castellano— y que, empero, no se escapó de la ácida e irónica pluma del alsaciano, quien lo llamó “un infame soñador”: Jean-Jacques Rousseau.

La ópera prima del filósofo suizo, justo antes del prefacio del autor, contiene una locución latina extraída de la obra elegíaca Las tristezas, escrita por Ovidio, en la cual se expresa: Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis —que en castellano se traduciría como: “Aquí soy yo el bárbaro, porque nadie me entiende”. Con esto, de manera casi premonitoria, Rousseau anticipó las controversias de sus obras, que eventualmente le valieron la reprobación de la iglesia católica y los protestantes junto con el repudio de los filósofos ilustrados, especialmente de Voltaire.

La principal razón por la que el ginebrino fue anatemizado por los grupos más importantes de intelectuales de su tiempo se debió, en primer lugar, a que en una época donde se consideraba que las luces de la Razón y el conocimiento disiparían las tinieblas de la ignorancia y superstición para hacer que el Hombre alcanzara la mayoría de edad intelectual como lo señala Kant en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, Rousseau criticó fuertemente el progreso de las artes y las ciencias; consideró que, lejos de mejorar la naturaleza humana y purificar las costumbres, estas sólo desnaturalizan la bondad intrínseca del Hombre y lo convierten en esclavo de las vanidades y la sociedad “civilizada”. Partiendo de esto último, para Rousseau es más digno de admiración un guerrero atlético que combate desnudo con fiereza y coraje, que el literato más encumbrado y conocedor de las bellas artes y las ciencias en Europa—hace con esto una abierta referencia a Voltaire, a quien acusa de ser un esclavo de los gustos del público de su época— ya que este último, con todo su refinamiento y sapiencia, tiende a la ociosidad, al egoísmo y a los vicios, cargando con pesadas cadenas enguirnaldadas con la erudición y el lujo que lo separan de los atributos naturales del Hombre: la virtud, justicia y honor.

Dentro de esta misma obra, Rousseau afirma que las artes y ciencias han nacido como consecuencia de la ociosidad y las injusticias propias de la civilización; por lo cual el progreso del conocimiento no debe ser equiparado con el progreso moral ya que este retrocede mientras el otro avanza; además, considera que han sido el origen de la decadencia moral y social de los grandes imperios, razón por la cual afirma que ha sido la Naturaleza misma la que ha privado al Hombre de estos conocimientos desde sus orígenes a fin de evitar la disolución de las costumbres. Consecuentemente, este filósofo suizo considera que la enseñanza de las humanidades y ciencias no sólo deprava al ser humano y lo inclina a todos los vicios, sino que ésta debe ser sustituida por una educación en la que se privilegie la honestidad, justicia y valentía en el caso de los pueblos europeos; mientras que, en el caso de las naciones nativas del Nuevo Mundo, estas últimas deben permanecer sin influencia de la civilización occidental con la finalidad de que no se perviertan. De esta manera, Rousseau propone que es preferible un pueblo ignorante, pobre e inocente a un país sofisticado y cultivado pero corrompido.

Continuará…

Bibliografía

Baegert, J.J. (2013). Noticias de la península americana de la California. La Paz: Archivo Histórico Pablo L. Martínez.

Clavijero, F.X. (2007). Historia de la Antigua o Baja California. Ciudad de México: Editorial Porrúa.

Gómez-Lomelí, L.F. (2018). La estética de la penuria: El colapso de la civilización occidental entre los guaycuras. Cuernavaca: Fondo Editorial del Estado de Morelos.

Kant, I. (2013). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial.

Kant, I. (2018). Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Ciudad de México: Grupo Editorial Tomo.

Martínez-Morón, N. (2018). La California de Baegert. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

Rousseau, J.J. (2001). Rêveries du promeneur solitaire. París: Le Livre de Poche.

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur les Sciences et les Arts. Québec: Université Laval

Rousseau, J.J. (2011). Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes. Québec: Université Laval.

Voltaire (2016). La princesse de Babylone. París: Éditions Gallimard.

Taraval, S. (2017). La rebelión de los californios 1734-1737. La Paz: Instituto Sudcaliforniano de Cultura.

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, ésto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.




Las plagas de la California: la langosta, el chahuistle y la miel

IMÁGENES: Cortesía

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Una de las grandes preocupaciones que tuvieron los Jesuitas al iniciar el establecimiento de Misiones permanente fue el que se desarrollaran como establecimientos autosustentables, en donde pudieran funcionar con la producción de sus propios alimentos a través del cultivo y de la reproducción del ganado y aves de corral. En el caso de la agricultura, tuvo siempre alcances limitados debidos en una parte a la carencia de agua y tierra suficiente aunando a ello la existencia de plagas que la diezmaban constantemente.

Cuando se iba a establecer una Misión, lo primero que los sacerdotes buscaban para seleccionar el sitio idóneo para su levantamiento es que tuviera fuentes de agua permanentes y más o menos abundantes, así como tierra fértil para realizar siembras. Una vez designado el mejor lugar, se iniciaba con el levantamiento de algunas construcciones que albergaran la iglesia y a los misioneros y soldados, para posteriormente dar inicio con la siembra de diversas semillas entre las que sobresalía el maíz y el trigo. El maíz era la fuente primaria del alimento que se brindaba a los naturales, para convencerlos de que se trasladaran a la Misión (reducción) y una vez ahí permanecieran en ella. El platillo que se preparaba con este cereal se conocía como “pozol” y se cocinaba hirviendo la semilla en agua hasta ablandarla y posteriormente se dejaba enfriar un poco para ser consumida. En ocasiones, se mezclaba con un poco de carne por lo que pasaba a denominarse “pozole”.

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Sin embargo, en ciertas temporadas —y a veces durante varios años— los sembradíos de las Misiones eran asolados por una gran cantidad de insectos llamados langostas, los cuales se reproducían de manera exponencial y causaban una gran destrucción de las plantas no sólo en las Misiones sino en toda la California. El sacerdote Miguel del Barco dejó la siguiente información sobre la forma en que se afectaban las Misiones por estos voraces insectos: Si la langosta cae en alguna siembra de maíz o de trigo, y no hay allí mucha gente que la defienda, acaba enteramente con ella, sin salir de allí, hasta dejarla del todo destruida. Si hay gente, como cuando la siembra está inmediata a la Misión o cabecera, y la siembra es corta, se defiende de este modo. Acude la gente, y puestos en fila, van gritando y espantando con algo que llevan en la mano, y así van de un extremo al otro. La langosta, cuando la gente va llegando a ella, se levanta y vuela; pero luego vuelve a caer a espaldas de la misma gente; y cuando ésta acaba una aventada, ya otra vez está todo lleno de langosta. Y es menester repetir las aventadas continuamente todo el día, exceptuando el tiempo necesario para comer y descansar un poco.

Eran tan frecuentes los graves daños causados por estas langostas que el mismo jesuita dejó esta referencia: La plaga de langosta se padece muchas veces en la California. No sabemos la frecuencia con que antiguamente, en tiempo de su gentilidad, se padeció allí este azote. Lo cierto es que, desde el principio de la conquista, no se experimentó hasta el año de 1722. Después cesó hasta los años de 1746, 47, 48 y 49, en que seguidamente hubo esta plaga con los estragos que suelen causar en todas partes. Volviose a padecer los años de 1753 y 1754. Finalmente en los años de 1765, 1766 y 1767 se repitió este contratiempo; y aún a principios del de 1768, cuando los jesuitas salieron de la península, quedaba aún alguna, aunque no tanta como los años antecedentes.

La plaga de “la miel” que atacaba el maíz consistía en unas gotas a la vista como de agua o rocío grueso; pero melosas y viscosas, que se aparecen en las hojas y sucesivamente se van aumentando tanto que, en gruesas gotas caen al suelo, haciendo notable mancha en la tierra donde caen. Con esto, así las hojas como la caña de maíz se van secando sin dar fruto (Del Barco, op. cit.).

Ahora bien, refiriéndonos al chahuistle podemos decir que era una plaga que atacaba principalmente al maíz y que fue definida de la siguiente manera por el sacerdote Del Barco: Consiste en una especie de polvo delicadísimo del color del tabaco de Sevilla, el cual cae en las hojas y en la espiga. Si con los dos dedos de una mano se coge una hoja infecta de este mal, y se arrastran un poco por ella, se ven luego estos dedos como si hubieran tomado un polvo de tabaco y soltándole luego. Cuando esta enfermedad cae con fuerza, en pocos días se seca el trigo. En este caso, si el grano estaba ya lleno y algo sólido, poco o ningún daño le hace; pero esto rara vez sucede, porque ordinariamente cae cuando acaba de espigar o comienza a granar y tal vez aún antes de espigar y, así, todo se pierde.

Las plagas del chahuistle y “la miel” fueron traídas por los europeos, probablemente entre los mismos granos o alguna herramienta o ropa infectada que trajeron a la California y que posteriormente se diseminó por los campos de cultivo. En el caso de la langosta no fue así, ya que este insecto habitaba en todas estas tierras milenios antes de la llegada de los misioneros. Con mucha tristeza, el ignaciano Miguel del Barco hace una comparación de la gran diferencia que existe en cuanto a la autonomía en producción de alimentos entre las Misiones del interior de la Nueva España y las de la península: en la California, siendo las lluvias tan pocas e irregulares, nunca se puede con solas ellas lograr alguna siembra. Añádanse las plagas de la costa, chahuistle y miel, que muchos años se padecen, y se hará una gran rebaja en las cosechas.

Muy interesante sería que un agrónomo o biólogo especializado en este tipo de plagas hiciera un estudio para identificar aquellas que atacaban los cultivos misionales, definir su ruta de migración, efectos y la manera en que se combatían en aquellos años para así tener una idea más completa de estos fenómenos que formaron parte de la vida Misional de la Antigua California.

 

Bibliografía:

Historia Natural Y Crónica De La Antigua California – Miguel Del Barco

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Festejos y danzas de los antiguos Californios

IMÁGENES: Internet

Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La cultura de los habitantes primigenios de la antigua California fue amplia. Incluía ceremonias especiales para festejar el encuentro de rancherías, la llegada de ciertas estaciones del año, la conmemoración de eventos propios de su cosmogonía y algunas otras, que simplemente se realizaban por el gusto de estar reunidos y en paz.

Lamentablemente, de estas tradiciones no dejaron escritos y los pocos registros que se conservan están narrados a través de la óptica bastante prejuiciosa de los misioneros Jesuitas que convivieron con ellos durante 70 años. Es muy probable, que la nula lectura de estas narrativas misionales haga pronunciar a muchos de los jóvenes y no tan jóvenes ciudadanos de esta media península “que los grupos originarios, no tuvieron una cultura”. Comentarios totalmente errados y carentes de sustento.

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Como ya mencioné, fueron los jesuitas, llegados desde el año de 1697, los que fueron dando cuenta en sus constantes informes y correspondencia, sobre las ceremonias y danzas que realizaban los Californios, a las cuales catalogaban como “demoníacas y contrarias al buen espíritu cristiano”. Muchos de los datos que podrían interesarnos de estas manifestaciones culturales fueron omitidos en sus narrativas, puesto que los jesuitas, además de considerar “pecaminoso y ofensivo” el reproducir por escrito lo que habían presenciado, deseaban dar la imagen, a través de sus documentos, que la evangelización y la conversión de los naturales se realizaba de forma constante y permanente, cosa que no hubiera sido creíble si manifestaban que los Californios continuaban celebrando estas festividades y ritos.

El sacerdote Francisco María Píccolo es uno de los primeros en hacer referencia a una festividad que él denominó como “el repartimiento de pieles a las mujeres una vez al año”. Esta ceremonia la pudo apreciar en una entrada que realizó en el año de 1716 en el Valle de San Vicente, donde posteriormente se establecería la Misión de San Ignacio Kadakaamán. De acuerdo a lo reseñado por Píccolo, se lee lo siguiente: Juntábanse en un lugar determinado las rancherías confinantes, y allí formaban, de ramas de árboles y matorrales una casita o choza redonda, desde la cual desembarazaban la tierra por un trecho proporcionado formando camino ancho y llano para las carreras. Traían aquí todas las pieles de los venados que habían cazado aquel año, y con ellas se alfombraba el camino. Entraban los principales dentro de la choza y, acabado el convite de sus cazas, pescas y frutas, se medio emborrachaban, chupando del tabaco cimarrón. A la puerta de la choza tomaba su lugar uno de los hechiceros en traje de ceremonia y predicaba en descompasados gritos las alabanzas de los matadores de venados. Entretanto los demás indios iban y venían, corriendo como locos sobre las pieles, y las mujeres daban vueltas alrededor cantando y bailando.

En fatigándose demasiado el predicador, cesaba el sermón, y con él las carreras; y saliendo de la choza los principales, repartían a las mujeres las pieles para vestuario de aquel año, celebrándose el repartimiento con nuevas algazaras y alegrías, a pesar del descontento necesario de algunas. Toda esta fiesta se hacía por ser para aquellas miserables mujeres la mayor gala y riqueza una piel de venado, con que poder malcubrir su desnudez.

Como podemos apreciar, esta ceremonia obedecía a un complejo entramado que no obedecía a la casualidad, sino que había sido desarrollada de forma intencional a través de muchísimos años. En ella, se ponía de manifiesto al carácter comunal de los productos obtenidos en la cacería, el papel preponderante que tenía la mujer en este grupo, las jerarquías y su reafirmación de poder ante el grupo, la transmisión de creencias y costumbres por los guamas o hechiceros, las habilidades motrices, la práctica de la danza y cánticos tradicionales, etc.

El padre Juan María de Salvatierra no pasó por alto estas actividades, y menciona en su correspondencia la forma en que los Californios manifestaban su alegría y beneplácito en las temporadas de abundancia de alimentos y esto lo hacían a través de danzas: Y son sus bailes muy diferentes de los que usan las naciones de la otra banda; pues tienen más de treinta bailes, y todos diferentes, y todos en figura, ensaye y enseñanza de algunas cosas esenciales para la guerra, para la pesca, para caminar, enterrar, cargar y cosas semejantes; y se precia el niño de cuatro y de tres años de salir bien del papel de su baile, como si fueran ya mancebos de mucha emulación y juicio: cosa que nos dio a todos mucho divertimiento de verlos. Este párrafo es de gran importancia para corroborar que los grupos de Californios desarrollaron una cultura compleja, en donde la danza era una actividad sumamente valorada y en la que se representaban, como lo hicieron y hacen muchos grupos étnicos, pasajes de su vida cotidiana así como rituales de su cosmogonía. Muy singular resulta el entrenamiento de los integrantes de estos grupos, a edades muy tempranas, en los diferentes bailes e incluso el reconocimiento que se ganaban por la mejor ejecución de ellos.

Continúa Salvatierra: los tres meses de la pitahaya son como en algunas tierras de Europa los tiempos de carnestolendas, en que en buena parte salen de sí los hombres. Así estos naturales salen de sí, entregándose del todo a sus fiestas, bailes, convites de rancherías distantes, y sus géneros de comedias y bufonadas que hacen, en que suelen pasarse las noches enteras con risada y fiesta, siendo los comediantes los que mejor saben remedar, lo cual hacen con grande propiedad. Conforme los Californios fueron evangelizados y convertidos a la nueva fe, se fue realizando un proceso de integración de la forma en que ellos manifestaban su regocijo y reverencia hacia lo sagrado, al incorporar a las ceremonias del ritual católico sus danzas. Este proceso es muy semejante al que se llevó a cabo en otras partes de la Nueva España. Así lo relata el sacerdote Salvatierra: los bailes tenían suma variedad y no poca destreza. Tuvimos aquí las fiestas de pascua de Navidad con mucho gusto y devoción, y de los indios también, asistiendo algunos centenares de catecúmenos a las fiestas, haciendo también sus bailes los cristianitos más de ciento.

Miguel del Barco también se suma a la lista de los jesuitas que hicieron observaciones sobre los bailes y ceremonias de los Californios: no es extraño, que adelantasen en este oficio de bailes, pues es el único que tienen en tiempo de paz: natural es adelantarse en lo que siempre se ejercita. Ellos se divierten y bailan por sus bodas, por la fortuna en sus pesquerías y cazas, por el nacimiento de sus hijos, por la alegría de sus cosechas, por las victorias sobre sus enemigos o por otras cualesquiera causas cuya gravedad no se detenían mucho en pesar y medir. Para estos regocijos solían convidarse unas a otras las rancherías y también se desafiaban muchas veces a luchar y correr, a probar las fuerzas y la destreza en el arco y flechas y en éstos y otros juegos entretenidos, pasaban muchas veces días y noches, semanas y meses en tiempo de paz.  Como podemos inferir, los Californios eran sumamente festivos y tenían danzas para una gran cantidad de eventos.

Conforme los jesuitas fueron adentrándose cada vez más en la parte sur de la península, descubrieron ciertos sucesos que los escandalizaron y que tenían una relación muy profunda con el motivo de ciertos bailes entre los Pericúes: el adulterio era mirado como delito, que por lo menos daba justo motivo a la venganza, a excepción de dos ocasiones: una de sus fiestas y bailes, y otra la de las luchas, a que algunas veces se desafiaban unas a otras las rancherías, porque en ésta era éste el vergonzoso premio del vencedor. Durante las fiestas (bailes) había una “licencia” tácita entre los moradores de aquellas rancherías en donde se permitía el intercambio libre de parejas; lo anterior, causaba una gran repulsión y era motivo de reproche público por parte de los Misioneros. Algunos investigadores sostienen que este tipo de intercambios sexuales, más que un acto de promiscuidad irracional, era una costumbre que se sostenía sobre las bases de la exogamia, esto es, el evitar las taras o deformaciones que se dan entre los hijos al ser concebidos entre personas consanguíneas (padres, hijos, hermanos, etc.).

El modo de ajustar sus casamientos en la nación de Loreto, era presentando el novio a la que pretendía, por vía de arras, una batea, que en lengua monqui llamaban “oló”. Si se admitía, era señal de consentimiento, debiendo volver ella al pretendiente una redecilla; y, con esta mutua entrega de alhajas, quedaba celebrado el casamiento. En otras naciones se hacía el ajuste al fin de un baile, a que convidaba a toda la ranchería el pretendiente. Como ya lo había reseñado Salvatierra y aquí lo expone Del Barco también, la danza estaba presente en las actividades más importantes en la vida de una ranchería y el “casamiento” era una de ellas. De la misma manera, cuando un integrante de una ranchería fallecía se realizan ceremonias en las que no podían faltar los bailes: después de unos días, hacía la gente sus exequias o fiestas al muerto, y estas se reducían a ciertos cantos y bailes de noche (en los bailes había licencia general para que al concluirse se retirase cada uno con la mujer que quería).

El sacerdote Francisco Javier Clavijero, a pesar de que nunca estuvo en la California, logró concentrar una gran cantidad de cartas e informes elaborados por Misioneros que sí estuvieron en esta península, y con ellos elaboró un libro titulado “Historia de la Antigua o Baja California”. En este libro, encontré la forma en la que los Californios poco a poco incluían en sus bailes algunos movimientos que representaran sucesos extraordinarios en la vida de su comunidad, tal es el siguiente caso: habiendo hallado algunos indios entre la arena de la playa del mar Pacífico unas tinajas grandes de barro dejadas allí sin duda por los marineros de algún navío de las islas Filipinas, se admiraron, como que jamás habían visto vasijas semejantes, las llevaron á una cueva poco distante de su habitación ordinaria, y las colocaron allí con las bocas vueltas hacia la entrada á fin de que todos las observasen bien. Después concurrían con frecuencia a verlas, sin dejar de admirar aquellas grandes bocas siempre abiertas, y en sus bailes, en donde imitan los movimientos y voces de los animales, remedaban con sus bocas las de las tinajas. Más adelante en esta misma obra nos comenta Cuando los niños llegaban a cierta edad, les agujeraban las orejas y el cartílago de la nariz para ponerles pendientes, lo cual se hacía en un gran baile a que asistía toda la parentela, a fin He que el ruido impidiese que se oyera el llanto causado por el dolor de la operación. Con lo anterior, se reafirma la importancia de los bailes incluso en estas “ceremonias de pase” de la niñez a la adolescencia.

El arraigo de las costumbres “fiesteras” de los Californios era tal, que las colocaban por encima de cualquier compromiso u otra actividad que estuvieran realizando. Lo anterior era poco o nada comprendido por los Colonos europeos recién llegados, los cuales los juzgaban con los criterios propios de su cultura. En una ocasión, este “choque cultural” tuvo graves repercusiones e incluso estuvo a punto de dar al traste con el establecimiento de la Misión de San Francisco Javier. Esta situación es relatada por el Sacerdote Clavijero de la siguiente manera: La necesidad se agravó por una sublevación de los indios ocasionada por la temeridad de un soldado. Este estaba casado con una California convertida al cristianismo, la cual en junio se ausentó sin permiso de su marido y sugerida por su madre para asistir al baile y otras diversiones que entonces hacían los salvajes por la cosecha de las pitahayas. El soldado, disgustado por la fuga de su mujer, pidió licencia para ir a buscarla y traerla a Loreto; y habiéndosele concedido para cierto término, volvió sin haberla hallado; pero a pocos días, impulsado de su pasión, marchó de nuevo sin permiso del capitán y acompañado de un Californio, y habiendo encontrado en el camino un indio anciano que procuraba disuadirle de aquel viaje manifestándole que le era muy peligroso, riñó con él y le mató de un balazo. Excitados con el trueno del arcabuz, todos los bárbaros que se hallaban en las cercanías, acudieron prontamente, é indignados contra aquel temerario soldado, le mataron, e hirieron al Californio que le acompañaba”. Poco después, este grupo de Californios destruyó la incipiente choza que se había levantado como impronta de la Misión de San Javier, y no acabaron con la vida del misionero porque este se hallaba de viaje. Al poco tiempo se logró calmar a los Californios y se regresó a la paz en aquella ranchería.

No podía faltarnos en esta descripción de los bailes y danzas de los Californios, el punto de vista del colérico y bilioso sacerdote Juan Jacobo Baegert, el cual nos dice lo siguiente: También tienen sus canciones que llaman “ambéra didi”, y sus danzas que llaman “agénari”. Su canto sólo consiste en cuchicheos y exclamaciones inarticuladas, sin sentido preciso, que cada quien entona como le da la gana, para expresar su alegría y contento, porque ni su idioma, ni su inteligencia, permiten una verdadera poesía rimada. Y la danza que siempre acompaña a estas canciones, no es más que un extraño y absurdo gesticular, brincar y marchar; un ridículo caminar hacia adelante, hacia atrás y en círculos. Sin embargo, este modo de divertirse les da tanta satisfacción, que pasan una media noche y hasta noches enteras bailando sin cansarse. Más adelante el mismo sacerdote escribe lo siguiente: Estas canciones y estas danzas causan a primera vista la impresión de algo muy inofensivo, pero en el fondo, dan oportunidad a los más bestiales excesos, maldades y crímenes públicos, en gran número. Por tal motivo, les han sido prohibidas estrictamente, pero no es posible hacerlos desistirse de ellas. Dejando de lado el tono malgeniudo e intolerante del ignaciano, nos podemos dar cuenta de uno de los motivos por el cual estas danzas y festejos de los Californios no llegaron con más explicaciones y detalles hasta nuestro tiempo. Los prejuicios de algunos de estos sacerdotes los consideraban indignos y criminales, como para escribir más de ellos, por lo que simplemente los omitieron o describieron unas cuantas partes de ellos.

Como conclusión podemos decir que sí hubo festejos y danzas practicadas por los grupos naturales de la California. Que estas manifestaciones de su cultura obedecían, tal como lo hacen en la mayoría de los grupos de todo el mundo, a la conmemoración de sucesos destacados en la vida social o del ecosistema que les rodeaba. Finalmente, a pesar de lo prejuicioso y escueto de las referencias, los textos de los Misioneros Jesuitas dejaron constancia de estos hechos y nos han llegado hasta el día de hoy.

Ojalá que se den más estudios sobre el tema y, sobre todo, que algún experto en bailes y danzas pudiera hacer una recreación de las mismas retomando la poca información que existe pero apegándose al marco histórico de referencia. Nuestra historia Californiana bien merece este esfuerzo y un justo premio a aquel especialista que lo intente.

 

 

Bibliografía:

Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la antigua California. Adiciones y correcciones a la noticia de Miguel Venegas, 2a. ed. corregida, estudio preliminar, notas y apéndices por Miguel León-Portilla, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1988, 482 p., dibujos y mapas (Serie Historiadores y Cronistas de las Indias 3).

Juan María Salvatierra, Misión de la California, edición de Constantino Bayle, Madrid, Editorial Católica, 1946, p. 141.

Francisco María Píccolo S. J., Informe del estado de la nueva cristiandad de California 1702, y otros documentos, edición de Ernest J. Burrus S. J., Madrid, José Porrúa Turanzas, 1962, p. 193-195.

Francisco Javier Clavijero, Historia de la Antigua ó Baja California. Méjico: Impr. de J. R. Navarro, 1852.

Juan Jacobo Baegert (2013). Noticias de la Península Americana de California. Edit. Instituto Sudcaliforniano de Cultura, La Paz, Baja California.  Pp. 266

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Invitan a la presentación de la APP “Los Antiguos Californios”

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La Paz, Baja California Sur (BCS). El profesor Sealtiel Enciso Pérez, ganador del premio de la Conferencia sobre la California del sur en el Concurso de la A.C. Californios Amigos de la Historia y los Estudios Locales (CAHEL) y creador de la antología “Piratas y corsarios en la Antigua California”, invita a todos los sudcalifornianos e interesados en la historia de nuestra península, a la presentación virtual de su innovadora aplicación “Los Antiguos Californios”, que se llevará a cabo el próximo jueves 24 de septiembre en punto de las 10:00 a.m. en su página de Facebook.

Esta aplicación, cuya descarga será totalmente gratuita y estará libre de publicidad, tiene el objetivo de promover el conocimiento sobre la historia de los grupos originarios de la península de Baja California desde su llegada hace aproximadamente 11 mil años, hasta mediados del siglo XIX, fecha en que se extinguieron. Es decir, aborda la historia de los habitantes nativos que a la llegada de los jesuitas fueron denominados como “Californios” y que posteriormente los dividieron en varias tribus o “naciones” entre las que destacan los Pericúes, Cochimíes y Guaycuras.

La app “Los Antiguos Californios” es la primera en su tipo en todo el mundo, ya que hasta ahora no existía ninguna aplicación para teléfono celular o tableta que trate sobre esta temática; cuenta con las secciones de migración y poblamiento de la península, la literatura jesuítica, los grupos de Californios, su aspecto físico, alimentos, actividades (pesca, cacería y recolección), vestimenta, tiempo, armas y utensilios, festejos, ceremonias, cosmovisión, pinturas rupestres, entierros, guerra, dirigentes, familia y su extinción.

Durante el evento se compartirá la dirección de internet desde donde se puede descargar la aplicación por todos los interesados. La aplicación estará disponible para los sistemas operativos de iOS y Android.

Para cualquier comentario o información comunicarse al correo: fundacioncaliforniosbcs@gmail.com




La muerte de Ildefonso López en la antigua California. ¿Crimen o accidente?

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Tierra Incógnita

Por Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). La historia escrita de los sucesos en la Antigua California es una fuente de consulta a la que podemos tener acceso a través de los documentos resguardados en el Archivo Histórico de Baja California Sur “Pablo L. Martínez”. En el caso que hoy nos ocupa, afortunadamente se han preservado las declaraciones y procedimientos legales que dan cuenta de las aristas de este suceso y del desenlace del mismo.

El suceso que vamos a mencionar ocurrió en la Misión de San Vicente Ferrer (actualmente en el estado de Baja California) durante el año de 1810. En esa época, las misiones de la península de Baja California languidecían por el abandono en que se encontraban por parte de la corona Española y su representante en la Nueva España. La población nativa había decrecido hasta el punto de desaparecer en la mitad sur de la península y, en el norte, los grupos indígenas se resistían tenazmente a vivir en centros misionales o tener que servir a los sacerdotes en las misiones. La península se encontraba dividida en la Alta y Baja California y, además, para finales del siglo XVIII se había formado en los límites entre estas dos demarcaciones una Comandancia Militar de las Fronteras con cabecera en la Misión de San Vicente Ferrer. El veterano militar José Manuel Ruiz Ibáñez, teniente de caballería, había sido designado como Comandante de este Departamento por lo que a él le correspondía resolver cualquier situación extraordinaria que ocurriera, como lo fue en este caso.

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Aproximadamente entre las 4 y 5 de la tarde del 25 de junio de 1810, dos mujeres “gentiles” (no bautizadas) acudieron a la presencia del Teniente Ruiz para notificarle que habían encontrado en San Jacinto, el cuerpo de un joven “tirado en un portezuelo”. Las mujeres procedieron a ver lo que le pasaba y se percataron que estaba muerto, por lo que de inmediato acudieron a dar parte a la autoridad. El Comandante José Manuel ordena al sargento Juan Ibáñez que se haga acompañar de los soldados Juan Pedro Caspio y Diego Camacho y se traslade al sitio que comentan las mujeres, a efecto de verificar la veracidad del suceso y, en caso de ser afirmativo, que realice las diligencias para trasladar el cuerpo hacia la Misión. El sargento Ibáñez cumple lo ordenado y al llegar al lugar encuentran el cuerpo de un joven de aproximadamente unos 15 años, el cual en vida respondía al nombre de Ildefonso López y era habitante de la Misión de San Vicente (Californio bautizado). Al hacer una inspección superficial del cuerpo, encuentran golpes en la cara y espalda (al parecer propinados con una reata) y en el pecho un “aplastamiento”, tal vez producido por la pezuña de un caballo. Al difunto no se le encontraron más pertenencias que el taparrabo que traía puesto. Finalmente, el sargento Ibáñez trasladó el cuerpo de Ildefonso López a la Misión en donde el sacerdote le dio sepultura.

Conforme fueron avanzando las pesquisas sobre el caso se encontró a un testigo presencial, un Californio gentil vecino de la Misión de nombre Diego Almud que por señas particulares carecía de un ojo (tuerto). En el mes de septiembre, se procedió a tomarle declaración a Almud y para ello se le pidió a otro de los habitantes de la Misión, Pedro Benito Barrera, que fungiera como intérprete, lo anterior debido a que Almud declaró no saber hablar español. En su declaración, Diego Almud aseguró que el difunto Ildefonso López, había hurtado un caballo perteneciente a los guardias del presidio y que había huido con él con rumbo a “una ranchería de gentiles que estaba arriba del arroyo de los alisos”. También comentó que él salió ese día de la Misión de San Vicente con el mismo rumbo que el californio muerto. Al llegar a la ranchería, observó que el soldado José María Salgado perseguía a Ildefonso y que, al atraparlo, procedió a amarrarlo con una reata que traía para tal efecto. Una vez que lo inmovilizó, procedió Salgado a interrogarlo sobre el paradero del caballo y como Ildefonso no quería confesar lo jaló de los cabellos y lo golpeó varias veces en el rostro con la reata. Al final, confesó que el caballo estaba escondido a un lado de la ranchería. Sin describir el motivo, Almud comentó que el soldado Salgado le quitó su arco y se lo quebró en la cabeza, para posteriormente proceder a amarrarlo con la misma cuerda que sujetó a Ildefonso y finalmente procedió a llevarlos maniatados de regreso a la Misión.

En esta interesante declaración, Diego Almud menciona que durante todo el camino el soldado Salgado los golpeó en la espalda con la reata y que, al exigirle que dejara de hacerlo porque lo acusaría con el Teniente o con el padre, el militar le gritó: “¡más que te quejes no me han de hacer nada, yo soy maldito!”. En reiteradas ocasiones Ildefonso se tiró al suelo, quizás por las molestias que sentía por la cuerda que traía amarrada al cuello, fue en ese momento que el soldado Salgado decide liberarlo y de forma intempestiva el prisionero aprovecha para huir a toda prisa. El soldado sube a su caballo y va en su persecución, hasta que lo alcanza y empieza a golpearlo con su reata y fue en ese momento que el caballo pasa por encima del joven Ildefonso, pisándole el pecho. Almud finaliza esta parte de su declaración asegurando que: “luego (Ildefonso) empezó a echar sangre por la boca y las narices que parecía ya se estaba muriendo”. El Soldado Salgado dejó abandonado a Ildefonso y condujo a Almud a la Misión de San Vicente “con azotes y patadas”. Al preguntarle porqué consideraba él que el soldado Salgado lo había apresado dijo que “nada ha hecho”.

Posteriormente, el 24 de septiembre, se procedió a tomar declaración al soldado José María Salgado, acusado del delito de asesinato. Algunos datos que se rescataron de este documento fueron los antecedentes personales del joven: José María Salgado, hijo de José María, cabo retirado de esta compañía y de María Concepción Morillo. Natural de este presidio de Loreto, dependiente del gobierno de la Baja California y avecindados en el expresado presidio. Su oficio, campista; su estatura, cinco pies cuatro líneas; su edad, diecisiete años; su religión, Católico Apostólico Romano; sus señales estas: pelo negro, ojos pardos, ceja negra, cara larga, algo abultada, nariz ancha y larga, color trigueño. Sentó plaza voluntariamente por diez años en la compañía del real presidio de Loreto el día 1o de agosto de 1806.

En su declaración, Salgado dijo que habiendo dejado amarrados dos caballos, detrás del sitio donde hacen su guardia los soldados, al ir a revisarlos se dio cuenta que faltaba uno de ellos. Escudriñó con detalle el sitio y encontró que al caballo lo habían hurtado, por lo que de inmediato fue a dar parte al Cabo de Guardia y le solicitó su autorización para buscar el caballo. El cabo no sólo le dio esa autorización, sino que le ordenó que si lograba capturar a los Californios que habían cometido el robo los trajera a la Misión. El soldado Salgado empezó a seguir el rastro del caballo, el cual lo llevó a una ranchería. Al llegar todos los que ahí se encontraban emprendieron la huida, sin embargo, él reparó en un bulto que estaba tapado, al ordenar que se descubriera, se percató que era un cristiano de la Misión de nombre Ildefonso López. Le hizo una inspección superficial y encontró que estaba sudado “de la entrepierna” (por haber cabalgado sin utilizar una silla o tela) y con muchos pelos de caballo. De inmediato, procedió a amarrarlo “con piedad” según su dicho. Mientras estaba en esta ocupación se acercó otro Californio al cual reconoció como Diego Almud, concluyó que él había sido el cómplice de López por lo que le ordenó que dejara su armas, sin embargo, Almud opuso cierta resistencia por lo que Salgado le propinó varios golpes en la cabeza con su propio arco hasta rompérselo, lo que terminó en el sometimiento del Californio y su aprisionamiento. Salgado procedió a rescatar al caballo que le habían hurtado y emprendió el camino de regreso llevando a los supuestos ladrones amarrados y caminando.

Según lo declarado por el soldado Salgado, conforme iban avanzando los dos cautivos empezaron a “echarse la culpa uno a otro de quién había robado el caballo”. Según este soldado “ambos hablaban castilla y por eso los pude entender”, pero de acuerdo a lo que se sabe, Diego Almud no hablaba ni comprendía el español, motivo por el cual se le tuvo que designar a un intérprete. Fue durante este intervalo que Ildefonso se dejó caer al suelo en dos ocasiones y, como Salgado sospechaba que fuera un distractor, le dio varios golpes con la reata para obligarlo a levantarse. Lo golpeó en la espalda y en la cara, lo que hizo que Ildefonso le agarrara la reata para que no pudiera seguir golpeándolo, ante esto, Salgado le da un golpe en la cara y el californio “se dejó caer en las manos del caballo y como el caballo era muy brioso no lo pude detener, pasó por encima de él y lo pisó”. En ese momento se percata que Ildefonso echaba alguna sangre por las narices” pero, desconfiando de él, el soldado le pega varios golpes con la reata lo que hace que se levante y procede a amarrarle las manos por la espalda. Conforme siguieron caminando, Ildefonso “se dejó caer de cabeza otra vez, le tiré otro azote desde el caballo a que se levantara, no quiso levantarse, me apeé yo del caballo y lo alevanté, luego que lo solté se dejó caer otra vez, le dije que si quería subir en el mismo caballo en que se había ido que lo subiría, entonces ya se sentó, arrimé el caballo para subirlo, le mandé que se parara, no se paró, lo volví yo a levantar, y en cuanto lo subí, se volvió a dejar caer. Yo tenía ya muncha [sic] sed, el sol [estaba] muy caliente, ya determiné el dejarlo, le quité las ataduras y me vine a la misión solo con el gentil tuerto y llegué a la Misión, se lo entregué al cabo de guardia y le di parte de lo sucedido.

La declaración de José María Salgado Morillo (Murillo) finaliza diciendo que cuando él dejó a Ildefonso López estaba vivo. Resalta una pregunta muy interesante que aparece en el acta de declaración del soldado: Preguntado: ¿les tiene vuestra merced odio a los indios? Respondió: que no, que siempre les ha visto con amor y caridad.

Es importante constatar que este juicio se llevó a cabo de una manera formal y profesional, siguiendo las normas dictadas en esa época. José Manuel Ruiz le reconoció a Salgado el derecho de nombrar un abogado entre la gente de su confianza siendo Juan Ignacio Seceña (así aparece escrito en los documentos), sexto cabo de la compañía, el designado para tal fin. Aunado a lo anterior, se realizó una sesión de careo entre el acusado y el único testigo, en donde ambos ratificaron su dicho. Es interesante el referenciar que entre los documentos de este caso se encuentra un escrito que entregó el soldado acusado en el cual se da cuenta que el día en que ocurrieron los hechos, este militar acudió como a eso de las 5 de la tarde “a tomar lo sagrado” (tal vez sea la confesión) en la iglesia del sitio. Este documento fue extendido por el “Reverendo Padre Fray José Duro, religioso dominico y actual ministro de esta Misión de San Vicente”. Es también digno de mencionar que el 27 de septiembre de dicho año, el cabo Ignacio Manuel Seceña se presentó ante el teniente Ruiz y renunció al encargo de abogado con el que Salgado lo había electo.

Finalmente, el caso se resolvió el día 28 de septiembre, dejando constancia del veredicto el cual transcribo a continuación: “Vistas las declaraciones, cargos y confrontaciones contra José María Salgado, soldado de la compañía del presidio de Loreto, acusado de haber atropellado por casualidad a un indio de esta misión llamado Ildefonso López, de cuyas resultas se le originó la muerte. Aunque está convencido de esta casualidad, no contemplo se le deba aplicar y sentenciar la pena que merecen a los que de intento cometen este crimen, como su majestad manda en sus reales ordenanzas y concluyo por el Rey a que se pase a continuar sus servicios al presidio de San Diego por el tiempo que le falte de cumplir”. Con lo anterior, quedó en libertad el inculpado y simplemente se dispuso que se cambiara a otra Misión.

En la actualidad, podemos analizar este caso desde otra óptica y quizá a la conclusión que lleguemos sea muy diferente de la concluida por el Teniente Ruiz Ibáñez, sin embargo, hay que considerar que en esa época el “valor” que se daba a la declaración de un mestizo estaba por encima de la de un natural de las Californias. También es importante mencionar que, en esos años, los soldados eran los encargados de ejercer los castigos a que se “hicieran acreedores” los Californios por delitos cometidos, muchos de ellos eran penas corporales como azotes y mantenerlos en el “cepo” hasta que se considerara que habían expiado su falta. Lo anterior originaba que muchos de los soldados se sintieran con el derecho de ejercer la violencia física y verbal contra los Californios y que hubiera cierta tolerancia de parte de sus autoridades.

Estos relatos aún vagan por entre las cajas del Archivo Histórico “Pablo L. Martínez” esperando que algún investigador acucioso dé cuenta de ellos y los traiga al presente, para que partiendo de ellos podamos tener una idea más clara de nuestro pasado y obtener nuestras propias conclusiones

 

Bibliografía:

Proceso José María Salgado, Loreto, 25 de junio de 1810 – Archivo Histórico de Baja California Sur “Pablo L. Martínez”. Acervo documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California, doc. 207, inv. 4.19, folios 697-718. Transcripción del documento por Melissa Rivera Martínez y Luis Eduardo Gomara Chávez.

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