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Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades

Kinetoscopio


Marco A. Hernández Maciel

La Paz, Baja California Sur (BCS). En un movimiento que vislumbra un cambio de paradigma en el modelo de negocio de Netflix, Bardo: Falsa Crónica de una cuantas verdades, el nuevo filme escrito y dirigido por el mexicano dos veces ganador del Oscar Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Amores Perros, El Renacido), tuvo un estreno comercial en cines antes de su llegada en exclusiva a la plataforma de la gran N, lo que considero un gran acierto, pues ya anteriormente, nos hemos perdido de algunas joyas producidas por la compañía líder en streaming como Roma, El Irlandés, El Poder del Perro, que no hubo manera de verlas en la gran pantalla.

Desde luego que Bardo es una película para la gran pantalla. Su manufactura técnica es exquisita, cada una de sus secuencias tiene detalles de arte cinematográfico que se aprecian y disfrutan mucho mejor en la gran pantalla, sin olvidar una banda sonora alucinante y un diseño de sonido espectacular. La cumbre sin duda es la secuencia en el California Dancing Club de la Ciudad de México, sin pasar por alto algunas secuencias filmadas en Los Cabos, en Balandra y en los desiertos sudcalifornianos.

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Sin embargo, Bardo es una película que no tiene asideros fuertes que sostengan la historia, aunque me temo que esto es totalmente premeditado por el director y guionista, ya que el filme no tiene una estructura clásica en su desarrollo.

Así pues, tenemos que, mediante el personaje de Silverio Gama, un documentalista mexicano que dejó el país y ahora vive y triunfa en el extranjero, el director González Iñárritu crea una imagen de él, donde desde su ego y subjetividad, nos permite adentrarnos en la identidad fracturada de un ser que no sabe a donde pertenece, presentando un tipo de manifiesto audiovisual filosófico personal, donde el director entrega sus pensamientos sobre la historia de México y los problemas que se viven en nuestro país, pero sin vivir aquí.

En este entramado extraño e incierto, Silverio Gama (o González Iñarritu), carga una culpa grande por haberse ido de México y triunfar en otro lado, y siente que esa culpa lo hace menos mexicano, e intenta dialogar con el pasado y el presente para expiar esas culpas, resultando en un personaje deprimido por no vivir en su tierra, pero que no quiere volver a ella.

Presentada como una sucesión de performances en donde cada secuencia quiere transmitir un mensaje profundo sobre México, producidas con una gran calidad técnica espectacular, el mensaje y reflexión de las verdades subjetivas del protagonista parecen construidas sobre un México descrito a través de memes y tuitazos, generando una atmósfera chocante de alguien que pretende hablar sobre un país que ya no conoce, que en vez de generar un clima de denuncia, convierte en cliché los graves problemas del tejido social mexicano.

Y así, los temas que van surgiendo y en los que el director quiere invitar a la reflexión, como la desigualdad, la violencia, la corrupción, las desapariciones, los traumas de la conquista, son vistos desde un pedestal, donde puedo ver todo, pero esos problemas siguen ahí abajo donde no me pueden alcanzar.

Pero, justamente ahí es donde radica el gran tema de Bardo y la visión de artista que tiene González Iñárritu, él no quiere quedar bien con nadie, él, desde esa frontera de cristal (Carlos Fuentes dixit) donde puede resguardar su ego de mexicano mamón y triunfador, viene a decirnos su versión de un país que sigue padeciendo los mismos problemas de siempre.

Nos mira hacia abajo y nos dice que desde allá, así se ve su país. Que él podrá no tener identidad ni raíces, pero no tiene que sufrir los asaltos en el transporte público, no tiene que preguntarse si algún día su familia no lo va a encontrar nunca más, no se verá sumergido en espirales de violencia interminable. Si, se preocupa, pero, desde su casa en California. Y quizás eso sea lo más chocante de todo, que ese reflejo que él muestra de sí mismo en Bardo, para él solo es un limbo en el tiempo, en vez de nuestra agitada realidad.

 

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AVISO: CULCO BCS no se hace responsable de las opiniones de los colaboradores, esto es responsabilidad de cada autor; confiamos en sus argumentos y el tratamiento de la información, sin embargo, no necesariamente coinciden con los puntos de vista de esta revista digital.

 




Bardo. Un homenaje a las contradicciones

El Beso de la Mujer Araña

Por Modesto Peralta Delgado

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Alejandro González Iñárritu no hace cine de fácil digestión, para el puro entretenimiento. Con una trayectoria respetable de seis largometrajes a cuestas, en Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades hace lo que quiere. Y lo que quiso es hacer su obra más lúdica y personal. Aquí es él auto parodiándose y opinando desvergonzadamente. Pero lo hace de maravilla.

Comencemos por señalar que Bardo es una farsa sin una narración lineal ni verosímil: son casi tres horas de surrealismo en el que no hay que distraerse demasiado porque en la avalancha de escenas, diálogos y símbolos, se dan las pistas para ir comprendiendo a cabalidad lo que estamos viendo. Y lo que vemos, es una ametralladora de ideas que te puede matar de aburrimiento o te puede volar la cabeza. La película hace honor a su título: es una versión-visión paralela y alterada de una realidad, ya de por sí, complicada.

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Silverio Gama es un periodista y documentalista mexicano que vive en Estados Unidos, quien regresa a México para ser reconocido, pues se alista para un importante premio en EEUU.  Sin embargo, este es un filme claramente autorreferencial: es el mismo González Iñárritu. Ahí está la pérdida de su hijo, su reconocimiento en el extranjero, su andar en el “servicio al capitalismo” —en la publicidad de Televisa— y pasar a definirse como artista, pero, sobre todo, está ese espíritu mexicano crítico, revisionista de la historia y caminando en las contradicciones de la identidad. No es de aquí, ni es de allá.

Más que en otras de sus películas, en Bardo abundan los diálogos brillantes y muy intelectuales, pero tiene a su favor que se justifica en sus personajes: el sin nacionalidad que es Silverio y los personajes que le rodean —mismos que tienen pocas pero imponentes participaciones para crear entre todos un poderoso anti-discurso. El periodista, interpretado por Daniel Giménez Cacho, viaja a la semilla para encontrarse platicando con su padre, su madre, su esposa, sus hijos y sus colegas —resalto la conversación en la mesa entre Silverio y su hijo: un choque generacional en un verdadero round bilingüe.

Pese a que el estupendo actor es el hilo conductor y sobrelleva el filme dignamente, no es tan explotado histriónicamente, es decir, llega a ser un tanto plano. Lo magistral de Bardo no está en su protagonista sino en sus contextos. Y hablando de cosas por explotar: la fotografía es horrorosa. Da la impresión de que no usaron iluminación, salvo la luz natural que se colaba por puertas y ventanas, lo que en buena parte del filme hizo que los personajes y escenarios se borraran innecesariamente. Aunque esta oscuridad tuvo su mejor momento en la escena de la conversación en el zócalo de la Ciudad de México.

Advertencia de SPOILER: Esta película es una colección de escenas a capricho, por lo que cada quien podría elegir sus favoritas como si fuera un cortometraje. Las mías fueron cuando el grupo de migrantes va a cruzar la frontera en medio de una fila de carros en un polvoso desierto, donde se encuentra a una infante muerta; y la escena de los que caen mientras van desapareciendo, los que “no vuelven y tampoco se mueren”. Hacía rato que una escena no me conmovía hasta las lágrimas.

Sinceramente, se queda uno con mucho por decir de una obra tan atrevida y compleja, que se sirve de una forma bizarra para presentar un fondo saturado de ideas. Bardo es casi una borrachera cinematográfica. Una obra maestra.

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