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Vaqueros y Paniolos: La Epopeya Ganadera Mexicana en las Islas Hawaianas

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). En los verdes paisajes tropicales de las islas hawaianas, donde las olas acarician playas de arena fina y las selvas se entrelazan con el azul del cielo, se teje una fascinante epopeya ganadera que fusiona las raíces españolas, mexicanas y hawaianas. La historia de los paniolos, vaqueros que dejaron una marca indeleble en la cultura y la economía de Hawai, se remonta a finales del siglo XVIII y se entrelaza con la introducción del ganado en la Gran Isla.

En 1793, el capitán George Vancouver, navegante inglés y explorador intrépido, llevó ganado de la raza californiana longhorn a las tierras de Kamehameha I, rey de Hawai. Este gesto generoso estableció las bases para una industria ganadera que, con el tiempo, se convertiría en un pilar económico para las entonces llamadas islas Sandwich. Vancouver, acompañado por el también famoso capitán James Cook, fue testigo de los primeros encuentros europeos con estas paradisíacas islas, desatando una cadena de eventos que cambiaría el destino de la región.

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La aceptación entusiasta del ganado por parte del rey Kamehameha I llevó a Vancouver a regresar al año siguiente con más reses y ovejas. La visión del capitán inglés iba más allá del simple regalo; esperaba que estos animales se adaptaran y se multiplicaran, convirtiéndose en un recurso económico sostenible para las islas. Para garantizar el éxito de su proyecto, Vancouver propuso la implementación de un kapu, un tabú que prohibiría la matanza del ganado y facilitaría su rápida proliferación. La sabiduría del rey Kamehameha I reconoció la utilidad de esta medida y decretó el kapu, marcando el comienzo de una nueva era ganadera.

Las reses, de la imponente raza californiana longhorn, fueron bautizadas por los hawaianos como pua‘a pipi, traducido literalmente como cerdo grande. Respetando el kapu, el ganado deambulaba libremente, multiplicándose en número y convirtiéndose rápidamente en una plaga. Su libertad sin restricciones causó estragos en los bosques de las tierras mauka y en las huertas de las tierras makai, donde los aldeanos cultivaban batata, ñame, taro y otras hortalizas. Ni los muros de piedra volcánica ni las papipi (cercas de cactus) eran suficientes para contener a estas bestias robustas y obstinadas.

En 1815, el rey Kamehameha I, enfrentándose a los daños causados por el creciente número de reses, permitió a John Palmer Parker, un emprendedor de Nueva Inglaterra, emplear su nuevo mosquete norteamericano para controlar la población de ganado. Este astuto rey comprendió rápidamente el valor económico que poseían la carne, el sebo y la piel de estos animales. Con el tiempo, la carne conservada en sal reemplazó al sándalo como el producto estrella de la Gran Isla, marcando el inicio de la importancia económica de la ganadería en Hawai.

La década de 1830 trajo consigo nuevos desafíos. Los rebaños de reses salvajes, gigantes y peligrosos necesitaban ser controlados. El rey Kamehameha III, reconociendo la necesidad de experiencia en el manejo de rebaños, envió a un gran jefe a California, entonces perteneciente a la República Mexicana, en busca de expertos vaqueros. Su misión era clara: reunir el ganado y enseñar a los hawaianos las habilidades necesarias para lidiar con estas majestuosas bestias. Para 1831, llegaron a Hawai vaqueros experimentados de origen español, mexicano e indio, encabezados por el soldado y vaquero mexicano Joaquín Armas, quienes habían adquirido sus habilidades en haciendas hispanomexicanas. De esta manera, los paniolos entraron en escena, recibiendo su nombre de la pronunciación hawaiana de español.

Los paniolos no sólo eran expertos en el manejo del ganado, sino que también eran amantes de la diversión, destacando por su destreza musical y vocal. Su llegada marcó el comienzo de una colaboración única entre la tradición vaquera y la rica cultura hawaiana. La filosofía de trabajo de los paniolos, encapsulada en la frase Si trabajas duro, vivirás mucho tiempo, reflejaba su dedicación a la labor de reunir, separar, lazar y marcar el ganado. Los días de trabajo eran largos, desde el amanecer hasta la noche, pero los paniolos no solo trabajaban, también se encargaban de levantar y reparar cercas, preparándose para la siguiente fase: la domesticación de las reses.

Pero la historia de los paniolos no estaría completa sin la presencia de un compañero indispensable: el caballo. En 1803, Richard J. Cleveland introdujo los primeros caballos en Hawai, de raza árabe y berberisca, a bordo del bergantín Lelia Byrd. El rey Kamehameha I, siendo el primer hawaiano en montar a caballo, dio inicio a una relación duradera entre los vaqueros y sus fieles compañeros equinos.

Estos caballos, veloces, ágiles y robustos, se adaptaron perfectamente al terreno irregular de las islas. Su contribución fue esencial para la ardua labor de manejar y domesticar las reses.

Con el tiempo, algunos caballos, al igual que el ganado, deambulaban libremente y se cruzaban con otras variedades importadas de Gran Bretaña y Estados Unidos, incluyendo purasangres y árabes. Estos cruces proporcionaron a los paniolos una amplia variedad de caballos, pero la raza quarter se destacó como favorita para las tareas de lazo y rodeo, gracias a sus rápidos reflejos y su capacidad para obedecer órdenes.

En la actualidad, la herencia de los paniolos perdura en las islas hawaianas. Su legado se refleja no solo en la economía local, sino también en la rica tradición cultural que fusiona la destreza vaquera con el espíritu hawaiano. Los paniolos, cuyo nombre se arraiga en la pronunciación hawaiana de español, son más que simples vaqueros; son guardianes de una historia única que sigue viva en las verdes colinas de Hawai. Con sus sombreros característicos, sillas de montar, lazos y espuelas, los paniolos siguen siendo una parte integral del tejido cultural de las islas, recordándonos que la historia de Hawai es tan diversa y fascinante como sus propios paisajes.

Referencias bibliográficas:

Paniolos, los vaqueros hawaianos 

PANIOLO DE HAWAI’I, UN MUNDO QUE SE RESISTE A DESAPARECER

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Wonka: un churro con cubierta de chocolate que en realidad es caca

Colaboración especial

Alejandro Aguirre Riveros

La Paz, Baja California Sur (BCS). Las estadísticas indican que nadie lee estas reseñas hasta el final. Pero, hey, tú, sí, tú que por alguna razón estás aquí y no viendo memes, aprovechando que ya te tomaste la molestia de llegar hasta aquí, ahí va un resumen para que no te vayas con las manos vacías: Wonka es esa cagada chocolatosa que pisas sin querer en la banqueta, pero convertida en película. ¡De nada! Te acabo de salvar de frotarte los ojos como loco, tratar de limpiarlos después de ver Wonka es como querer quitarte la caca del zapato, pero de tus pobres pupilas

¿Todavía por aquí? ¿Esperando una explicación? Ah, ya veo. Pero antes, estimado lector de esta reseña, permítame rescatar del baúl de las joyas del léxico mexicano un término perfecto para esta peli: el churro cinematográfico. Primero que nada, analicemos cómo se hace un churro. Necesitas tus ingredientes: harina, huevos, leche, azúcar y sal. Mezclas todo eso, lo metes en la máquina y ¡pum!, sale una tira larga de masa. La corta, la fríes, le pones azúcar, canela, o como en este caso, chocolate, mucho chocolate y listo. A cualquier hora, en cualquier lugar, a todo mundo se le antoja un churro. Para los churreros es un negocio seguro: en un país de diabéticos donde el azúcar corre por nuestras venas más que la sangre es como tener una maquinita de hacer billetes. Y justamente así, mi querido lector, es como Hollywood hace sus películas hoy en día: meten todo en la máquina, sin fijarse mucho en si es harina de primera o de tercera, y ¡listo!, otra peli más para el montón de espectadores con las mentes ya medio fritas por el azúcar, tragándose cualquier cosa que les pongan enfrente, sin importar si es una basura digna de un Oscar al peor guion.

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Y bueno, hablando específicamente de Wonka, parece que el churrero de turno decidió innovar y, en lugar de vendernos un churro tradicional, nos dio algo que parece más sacado de El Ciempiés Humano que de la cocina. ¿Qué nos venden? La precuela de un remake de una adaptación cinematográfica de un clásico de la literatura infantil de Roald Dahl. Es como si tomaran un churro, lo reciclaran cuatro veces y esperaran que nos lo comiéramos con la misma emoción. ¡Ni que fuéramos tan ingenuos! ¿O si lo somos? 

¡Ah, caray! ¡Aún estás aquí, lector empedernido! ¡Qué sorpresa! En ese caso toca contar de qué va la película porque entre churros y ciempiés humanos, casi se me olvida hablar del meollo del asunto: el joven Wonka, interpretado por un carismático Timothée Chalamet, llega a Europa, sin un quinto, firma un contrato sin saber leer y se mete en un lío chocolateado. Vende caca, digo, chocolates voladores, lo estafan, termina en una lavandería con un huérfano y una jirafa ordeñada (leíste bien: leche de jirafa). Wonka descubre un cartel chocolatero, se pelea con un Oompa Loompa resentido, y después de un montón de desmadres y caca, incluyendo chocolates envenenados y persecuciones, abre su tiendita. ¡Fin! Y el epílogo: todo se resuelve con un mensaje cursi de su mamá en un papelito dorado. ¿Y nosotros? Aquí, perdiendo neuronas con esta trama más retorcida que una telenovela barata.

¡Vaya, vaya! ¿Qué es esto? Alguien que sí lee reseñas hasta el final. Según las estadísticas eres una especie en extinción. Perdón por el choro, ahora sí, sin más rodeos, hablemos claro de Wonka: es un fiasco, mierda, caca. Aunque tenga a Timothée Chalamet, a Hugh Grant de Oompa Loompa, a Mr. Bean de relleno y a Paul King (Paddington) como director, ni por esas se salva. Es una montaña rusa de meh, de esas que ni te suben la adrenalina ni te dejan un buen sabor de boca. Más bien, te bajas preguntándote por qué te subiste en primer lugar.

Paul King intentó replicar la magia de Paddington en Wonka, creando un mundo que sí, impresiona, pero que le quita toda esa vibra cínica y espeluznante típica de Dahl. El resultado es un pastel de chocolate sin cacao: se ve bonito, pero le falta sabor, le falta alma.

Además, el manejo del chocolate en este mundo de Wonka, es como mezclar oro con crack: la gloria y ruina de la ciudad, pero todo servido en una tacita con malvaviscos. Es una infantilización total, ridícula hasta para una peli de niños. Porque, seamos honestos, las infancias merecen algo más que pura azúcar sin sustancia.

La actuación es quizás lo único rescatable: Chalamet tiene un carisma que contagia, y el resto del elenco al menos no desentona. Pero en términos generales es un rotundo tache, primero porque parece hecha sólo para morros tetos con chistes que ni a los de kinder les dan risa, olvidándose de que hasta los adultos tenemos nuestro niño interior que también quiere divertirse, y al que apelaba la película original. Y segundo, ¡resulta que es un musical! Pero uno de esos musicales castrosos que te hacen preguntar ¿es neta otra canción más? Casi todo el tiempo están cantando, y nada que se te quede en la cabeza. Puras rolas tan genéricas que hasta la música que ponen en el supermercado tiene más punch. Estamos a años luz de las icónicas rolas satánicas de la original Charlie y la Fábrica de Chocolate. Aquí, las canciones son tan memorables como el menú de una cafetería de oficina.

Para resumir: aunque tiene sus momentos, como Chalamet y unos cuantos chistes que logran sacar una sonrisa, el enfoque infantiloide y una banda sonora más soporífera que esperar turno en el banco, hacen que Wonka se quede como un mero bocado en el festín de mediocridad que Hollywood nos intenta vender. Un producto más en esta era de remakes, secuelas y adaptaciones que parecen churros de baja calidad, producidos en masa sin el menor atisbo de originalidad o sustancia, a sabiendas de que el espectador de hoy en día se come cualquier cosa así sea mierda disfrazada de chocolate.

¿Si vale la pena verla en el cine? No. De hecho, no vale la pena verla ni en casa, ni en el autobús, ni en ningún lado. Mejor ahórrate ese tiempo.

Y si lograste llegar hasta aquí, lector, de nada por salvarte de atragantarse con semejante cerote chocolatoso. Ahora ya sabes: si te topas con alguien a quien le gustó Wonka, llévalo al médico de urgencia, algo no anda bien. Puede que sufra de diabetes cinematográfica. Demasiados churros empalagan y destruyen el alma. Habrá que recetarle una dieta más balanceada de películas, por su bien.

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El derecho humano a la movilidad de los discapacitados

Ius et ratio

Arturo Rubio Ruiz

La Paz, Baja California Sur (BCS). El 13 de diciembre de 2006, La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la denominada Convención Sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, cuyo objetivo fundamental es proteger, asegurar y promover el goce y ejercicio pleno de los derechos humanos, libertades fundamentales y dignidad de las personas con discapacidad.

El 02 de mayo de 2008 dicho tratado internacional fue publicado en el Diario Oficial de la Federación, y desde entonces, las autoridades mexicanas quedaron obligadas legalmente a adoptar todas las medidas necesarias y efectivas para brindar y asegurar que las personas con discapacidad gocen de movilidad personal con la mayor independencia posible, buscando siempre que se atiendan las necesidades características, -propias de cada persona- para brindarles la máxima independencia funcional en su movilidad

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FOTO: Archivo

El derecho humano a la movilidad de las personas con discapacidad motriz se concatena indefectiblemente con el derecho humano a gozar de una vida independiente y a la inclusión plena en la comunidad, en particular, en su ámbito personal de desenvolvimiento social, tal y como lo previene el artículo 19 del tratado internacional en cita, y se constituye en un presupuesto elemental para garantizar el respeto irrestricto de la dignidad de las personas con discapacidad, atendiendo al principio de autonomía individual que también consagra la misma Convención en su artículo 3 inciso a).

Han pasado ya 15 años y el cumplimiento de las obligaciones que este tratado impone a los órganos de gobierno del estado sudcaliforniano sigue siendo una promesa de campaña inconclusa.

La infraestructura urbana, específicamente la relativa a los accesos a las oficinas públicas y las relativas a la movilidad y el transporte, así como su normatividad reguladora, no han sido debidamente adecuadas para brindar a las personas con discapacidad motriz, las facilidades mínimas indispensables para facilitarles el ejercicio de los derechos de movilidad, independencia, inclusión e integración a la comunidad, derechos fundamentales cuyo ejercicio es presupuesto para el pleno ejercicio de otros derechos humanos tutelados constitucional y convencionalmente, como la igualdad, autonomía, libertad deambulatoria plena y no discriminación, entre otros.

Solo por citar un ejemplo, referiremos el caso de doña Herminia*, persona de la tercera edad con discapacidad motriz, que requiere del apoyo de una andadera mecánica para poderse desplazar. Fue víctima de un delito patrimonial en su domicilio ubicado en el municipio de Los Cabos. Su caso llegó al juzgado penal, y enfrentar el proceso le resultó muy complejo, pues en un arranque de austeridad, el Poder Judicial del Estado cerró el juzgado penal en Los Cabos y trasladó los expedientes al juzgado único del sistema tradicional en La Paz.

Así que, para asistir a las audiencias, doña Herminia tuvo que viajar 200km desde su domicilio al juzgado penal, que se encuentra en la planta alta del Cereso de La Paz. Y aunque el juzgado cuenta con acceso directo desde la calle, los usuarios del sistema deben cruzar todo el patio externo del cereso para ingresar al juzgado, pues por motivos de seguridad el acceso directo del juzgado fue cerrado. Así que doña Herminia tuvo que agregar a su viacrucis procesal el tener que cruzar los 300 metros de ida y vuelta que implica cruzar el patrio externo del cereso, para trasladarse desde el acceso exterior clausurado, hasta las escaleras de acceso al juzgado, cuyo ascenso implica otro complicado esfuerzo, peligroso y extenuante, sobre todo en verano, pues tanto el patio como la escalera de acceso se encuentran a la intemperie.

Una mañana, mientras acompañaba a doña Herminia en su trayecto pedestre de cruzamiento del patio de maniobras externo del cereso, con rumbo al juzgado, pasó a nuestro lado una camioneta de la Policía ministerial con un detenido a bordo. La camioneta se detuvo al pie de la escalera, y de la misma descendieron un detenido y dos agentes ministeriales. Como el detenido iba esposado, los agentes lo ayudaron a subir las escaleras, para presentarlo ante la presencia judicial. Doña Herminia comentó que mientras ella tenía que caminar todo el trayecto y subir sin apoyo la escalera, al detenido lo trasladaban en carro y hasta lo ayudaban a subir las escaleras. Al ver lo anterior, doña Herminia sentenció: Los delincuentes, tienen derechos humanos. Nosotros, las víctimas, no.

Cuando expusimos el caso ante el entonces gobernador en turno, uno de sus auxiliares, asumió el papel de bufón del palacio, y en tono socarrón, soslayando el caso de las personas con discapacidad motriz, refiriéndose a los abogados litigantes dijo no sean flojos, la caminata les sirve de ejercicio. Una carcajada generalizada del cortejo real que rodeaba al gobernador dio por zanjado el tema.

A la fecha, la gran mayoría de instalaciones públicas con oficinas en plantas superiores, carecen de mecanismos adecuados de apoyo para el acceso de las personas con discapacidad.

El derecho humano a la movilidad de las personas con discapacidad motriz es asignatura pendiente en Baja California Sur.

* El nombre es ficticio, el hecho es real

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Las migraciones son los ríos de la cultura

El librero

Ramón Cuéllar Márquez

La Paz, Baja California Sur (BCS).  Leer El blues del migrante del escritor Ramiro Padilla Atondo es un viaje no solo por su vida personal, de alguien que tuvo que emigrar a causa de las crisis económicas en las que nos zambulleron los políticos e intelectuales del neoliberalismo, sino la identidad de los paisanos que se ven en la necesidad de abandonar a sus familias y sus terruños. El migrante es la gota de agua en el río de las civilizaciones, sin ella es imposible que el agua circule, alimente y genere vida, aunque haya unos necios que se afanen en detener el río con diques porque piensan que las aguas de las culturas humanas tienen dueño. Entender esta fundamental premisa ayuda a ser solidarios con el migrante, en un mundo que está lejos de adherirse a dicha sentencia, en especial en los Estados Unidos de América, uno de los países que se ha forjado y beneficiado una historia a partir de la migración. Todos ahí son migrantes, excepto los pueblos originarios, que han sido relegados a reservaciones donde no molesten el porvenir ni el progreso de los blancos, o más bien del capitalismo, base sobre la que se construyó ese país y que diseñó una oligarquía con el propósito de expandirse económica y territorialmente.

Su libro es un largo recorrido por el pensamiento que se va forjando cuando uno se convierte en migrante en un país extraño, pero con el que tiene lazos históricos —no solo consanguíneos y nacionales— debido a la intervención del colonialismo estadounidense, cuando a México le fue arrebatado más de la mitad del territorio allá por mil ochocientos cuarenta y siete. Padilla Atondo no solo nos ofrece la voz de una experiencia sino las voces de miles que han tenido que desplazarse para superar las crisis económicas que gobiernos siniestros implementaron. Porque eso son, siniestros. La manera en que nos cuenta las razones por las que tiene que abandonar a su familia, su llegada, su búsqueda, lo que tiene que enfrentar, su adaptación y la toma de conciencia de lo que significaba vivir en una nación ajena, que sin embargo le ayudó a entenderse y comprender a los propios mexicanos que, como él, tuvieron que migrar por las mismas razones, nos muestra el dolor y el sufrimiento por el que tienen que pasar quienes van en pos de una vida nueva y de un porvenir.

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Dueño de una narración vigorosa, que nos envuelve en su historia de enfrentamientos y superaciones en una tierra que no es la propia y donde se ve forzado a padecer la marginación, el racismo y el clasismo estadounidense, ese que trata de negar en el discurso y muy presente en sus conductas cotidianas, Ramiro Padilla Atondo hilvana las palabras desde las venas de la vivencia, donde podemos hacer un acto de inmersión y palpar sus cadencias, sus ritmos y reflexiones poderosamente poéticas porque ha logrado el acto de la transmutación hacia un nuevo ser humano, uno que se identifica con quienes han tenido que verse a sí mismos como invisibles, como fantasmas, como ausentes luchando por hallar sus destinos, que no obstante sabe perfectamente que a pesar de todo sus raíces mexicanas son más fuertes que la estupidez de los políticos que hundieron a México.

Cada una de las anécdotas son universos que contienen la raíz de lo que sienten y piensan los migrantes, pero sobre todo lo que como mexicanos nos llevamos al estar por allá, de tal modo que el sistema estadounidense no termine por borrarle su rostro identitario, que no le robe su esencia ni que la sustancia sirva para lucrar con ella para justificar sus atrocidades alrededor del mundo. El migrante Padilla Atondo logra con este libro darnos en todo instante, en cada párrafo, las claves para desarrollar un puente con quienes de alguna manera dejaron atrás su mundo y se ven forzados a revolucionarse a sí mismos. No todos lo logran, porque algunos terminan por negar su origen, rechazarlo para que no los identifiquen con el otro, el menospreciado por los blancos sajones, quienes se han erigido en la norma de belleza, ideología y pensamiento del mundo. Hay recreaciones extraordinarias como la de Ernesto Guevara, El Che, y James Bond, el espía ficticio en la gran pantalla; me parece a mí que ese pasaje retrata muy bien las relaciones entre el tercer mundo y el primero, donde el tercer lleva la ventaja porque ha entendido en lo que han convertido la Patria Grande que es Latinoamérica, debido a que se tiene que entender desde lo profundo de nuestras sociedades lo que somos y de cómo la lucha social nos ha dado mayor comprensión de nuestras cosmogonías.

Todo migrante y todo mexicano debe leer este libro, lleno de pedagogía política sin que tenga ese propósito, sino el de contar las vivencias para conectarnos con el migrante y de cómo las revoluciones de conciencias son las nuevas formas de transformación de las sociedades.

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Aloha Vaquero: Un Encuentro Cultural entre Ranchos de México y Hawái

Tierra Incógnita

Sealtiel Enciso Pérez

 

La Paz, Baja California Sur (BCS). Este sábado 13 de enero del 2024, los amantes de la cultura y la historia tuvieron el placer de sumergirse en el fascinante mundo de Aloha Vaquero, una exposición que revela la sorprendente conexión entre los rancheros mexicanos y la arraigada cultura vaquera que ha perdurado en las hermosas islas de Hawái durante casi dos siglos. La invitación, cortesía de nuestro buen amigo Miguel Ángel de la Cueva, nos permitió descubrir un capítulo poco conocido pero crucial en la historia de estas tierras paradisíacas.

La inauguración de la exposición tuvo lugar en un entorno acogedor, con el personal del museo desplegando calidez y profesionalismo desde nuestra llegada. Cada detalle en la organización fue cuidadosamente atendido, garantizando una experiencia inolvidable para todos los presentes.

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La ceremonia de apertura, puntualmente a las 13:00 hrs., nos brindó una visión integral del propósito de Aloha Vaquero. Se destacó la importancia de los rancheros mexicanos de la Alta California como pioneros fundamentales en la configuración de la tradición vaquera que aún perdura en Hawái. El resumen histórico ofrecido nos sumergió en un viaje a través del tiempo, revelando la conexión cultural única entre dos mundos aparentemente distantes.

La Sala de Exposiciones Temporales del Museo del vaquero de las Californias en el poblado de El Triunfo, B.C.S., fue el marco de nuestro viaje visual y educativo. Allí, nos encontramos con el renombrado artista visual y fotógrafo naturalista, Miguel Ángel de la Cueva. Sus cautivadoras fotografías, tomadas en los ranchos de nuestra querida Sudcalifornia, sirvieron como puentes visuales entre dos culturas aparentemente divergentes. La similitud sorprendente entre la vestimenta y las herramientas de trabajo de los rancheros mexicanos y los vaqueros hawaianos se hizo evidente, creando una narrativa visual que ilustra la fusión de estos dos mundos aparentemente dispares.

La tarde transcurrió con una generosa oferta de alimentos y bebidas para los asistentes, creando un ambiente de camaradería y celebración. Un espectáculo artístico envolvente, con bailes alusivos y canciones típicas de Hawái, agregó un toque festivo a la experiencia, consolidando la conexión cultural entre estas dos regiones.

La exposición Aloha Vaquero no es solo un evento cultural; es un puente que une dos tierras distantes a través de una tradición compartida. Invitamos a toda la ciudadanía a sumergirse en esta reveladora exposición, que estará abierta al público a partir del lunes 15 de enero. Descubran la riqueza de la historia vaquera, la conexión entre ranchos mexicanos y la isla de Hawái, y la continuidad de esta fascinante tradición que ha resistido la prueba del tiempo. No se pierdan la oportunidad de explorar “Aloha Vaquero” y descubrir la inesperada hermandad entre estas dos culturas aparentemente dispares.

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